lunes, marzo 03, 2014

Maneco (II)


De las nueve en adelante

Ana Larravide


Durante casi todas las mañanas del año 1972, hasta agosto -cuando nos casamos Juan y yo y vine a vivir en Buenos Aires- Maneco pasó a buscarme por casa a las 9 en punto.
Por primera vez en muchos años (había perdido las elecciones, ese noviembre de 1971) se encontró con que su oficio -durante años, la política- seguía siendo, siempre, el periodismo. Encontró tiempo, además, para unas ganas postergadas: escribir un libro.
Desconfiaba de perseverar si no asumía, eso de escribir, como un compromiso con alguien. Para eso serví:
- ¿A las 9?
- A las 9. 





Yo bajaba con el block (nada de pecés portátiles, en aquel tiempo) y con la alegría de saber que esa mañana, aparte de escribir algunas páginas como él quisiera, habría algo más: aparecerían Vallejo, Bergamín, Don Pepe Batlle yendo a visitar a la cárcel al anarquista que le había puesto una bomba en el camino, Valle Inclán... o ¡quién sabe quién!
A veces no eran fantasmas literarios o históricos los que aparecían sino que, por La Fiaca, Valerio o El Chivito de Oro, pasaban en carne y hueso sus amigos. Esos días, escribíamos menos.
Lo primero que hacía era comprar cuatro paquetes de Nevada, que le alcanzaban para el día. Y pedir su café, largo, en vaso.
Era la época de los pancitos de azúcar Rausa. Yo le ponía uno a mi taza y los otros dos me los comía a lo potrillo, según él.

"Alba de Tormes" fue una novela inconclusa. El block con los primeros capítulos, quién sabe dónde habrá ido a parar. En su argumento se mezclaban continentes y generaciones y, con la mayor naturalidad, los muertos visitaban a los vivos. Un par de años después recibí de Maneco una carta con estampillas españolas "¡Ana! ¡Estoy en Alba de Tormes! ¡A su catedral le falta el techo: como una novela, quedó sin terminar."
En cambio, "El Senado" tomó forma en una semana (en el bar de la Galeria del Notariado). Obra de teatro abierta, proponía que a la entrada se le diera a cada espectador una toga y el derecho a intervenir en la obra. ¿Cómo evitar el caos? Por un sistema que Maneco conocía de sobra: pedir la palabra. La concedería o no un actor, presidente del Senado. Así, la obra, aunque sobre un determinado guión, podría ser distinta cada noche. Los espectadores pasarían a ser participantes, capaces de influir -por palabra o por omisión- en los graves sucesos que planteaba la escena. ¿Dónde estará, "El Senado"?

Una de aquellas mañanas -era el verano entre el 71 y el 72- entre el primer y el segundo café en Valerio, pasó por la vereda un hombre conocido. "¿Te enteraste, Maneco? ¡Han matado a dos!" y siguió, consternado. No pasó mucho rato sin que en dirección contraria por la misma vereda asomara una señora, también conocida: "¡Qué horror, ¿viste? ¡Mataron a tres!"... No me acuerdo cuál de los dos, él o ella, al decir "dos" o "tres" esa mañana, se refería a militares o tupamaros. Pero me acuerdo de Maneco diciendo "Qué espantoso. Hoy han muerto cinco personas. Cinco uruguayos con ideas distintas. Cinco tipos que deberían estar vivos, en este país, esta mañana. Y los que nos dicen "murieron dos, murieron tres" no cuentan a los adversarios. Qué horrible, considerar que el enemigo no es persona."

Maneco Flores Mora murió el mismo día en que se reabrían las Cámaras en Uruguay, cerradas once años. Si en vez de decir "velar las armas" se pudiera decir de alguien, "veló la libertad" durante la dictadura, habría que decir eso de él. Desde el semanario "Jaque", cada viernes, cada contratapa era una ventana abierta al aire fresco. Nos hacía acordar a todos de que había otra forma de respirar. Y no era ninguna pavada hacerlo, entonces.

A veces pienso si fueron los cigarrillos Nevada o los años aquellos, los que le enturbiaron los pulmones. Hubo una operación, que "salió bien" nos decíamos contentos, unos a otros. Pero la voz le iba saliendo más baja, algo más ronca "Ya no puedo decir discursos... más que al oído de las damas", se hacía burla. Se identificaba con un jugador de fútbol al que llamaron, por su largo aliento, "Sietepulmones" a quien, en un reportaje -para empezarlo en broma- el entrevistador amagó: "-¿Así que usted tiene siete pulmones?" "-Nooo... -dijo el hombre, con suma modestia- tengo uno, como todo el mundo".

Con su pulmón enfermo y otro resistiendo, con su voz flaca y ronca que no se callaba (porque "quien calla lo que ve, lo consiente"), su mirada magnífica, su espalda derecha, sus zapatos viejos, aguantó vivo su cáncer y la dictadura. Terminaron juntas, ambas cosas tremendas. El 15 de febrero de 1985 el Uruguay volvió a la democracia. Y, mientras muchos leíamos, esa mañana de verano, la contratapa que escribió horas antes recordando a su amigo Mario Arregui, murió Maneco Flores.

Mario Arregui, exquisita persona -los que lo conocieron saben por qué digo que lo era- y Maneco se fueron casi juntos del Uruguay que amaron. De ese Uruguay de discursos opuestos, pero posibles. De un Uruguay donde si Flores tenía que hablar en una plaza y no le funcionaban los micrófonos, venía Arregui con los parlantes del Partido Comunista (que siempre funcionaban bien) y se los prestaba para que las palabras batllistas de su amigo pudieran ser escuchadas por todos los que quisieran.

Maneco -que me parecía tener la edad de un padre cuando me hizo falta y esa edad no era tanta, ahora que veo- nos mostró a varios de mi generación (a quienes nos tocó tener veinte años en una época difícil) que es muchísimo mejor elegir el amor que el espanto. Nos ayudó a encontrar motivos para el amor en los libros, en la gente, en la vida y nos enseñó, como quien cuenta cuentos, pero contándolos apasionadamente, la historia de un país -no de un paisito, por más que valga el cariño del diminutivo- de un país. El nuestro.

No se cansaba de sacar de su larga memoria pedazos de historia que nos regalaba para que nos resultaran familiares, amados, valorados. Sabía porqué lo hacía: "Cada cual sabe a qué sirve y qué busca. Yo busco el país que fue porque sé que es el único país que será".


No voy a repetir frases como ésa, que pueden encontrarse en la edición de sus "Contratapas" hecha por Jaque o en el grueso tomo editado por la Cámara de Representantes en 1986. Copio el final de una carta, que aunque me llegó a mí puede tomarla quien quiera, cuando le venga bien, como propia. Dice: "como te escribo desde Oxford no te digo que, al pasar por Buenos Aires, te encontré loca como una cabra sino un poquito alterada. Ana, Ana... no te compliques: hacé todo, siempre, pero bien. No dejes de hacerte un hueco grande en el día y usálo para pintar. 
Flaneá. Esa ciudad es divina, también. Nunca estés triste. Esto es casi una obligación que tenés para conmigo: que uses la cara con que te recuerdo: sonriendo."


Ana Larravide, enero 2001
 

El País, suplemento Cultural

No hay comentarios.: