El feo
por Ana Larravide
Iba por la
calle Serrano hoy, a una cuadra de la placita Cortázar (barrio encantador, con
muchas casas bajas convertidas en tiendas, cafecitos, veredas arboladas) y
en la esquina de una librería-disquería sonaba la voz de Edmundo Rivero.
Entré a oír
más, mirando libros. Terminé por comprar el CD. Trae Araca la cana, La mariposa, Tú, Cafetín
de Buenos Aires y otros de los años 50. "Lo
compra justo hoy que hace veinte años que murió el maestro" me dijo el de
la disquería. Y pensé que entonces hacía ya tantos años que lo entrevisté a
Rivero (mi primera entrevista al venir a vivir a Buenos Aires) una noche antes
de que empezara su espectáculo. El Viejo Almacén está en la esquina de
Independencia y Balcarce, reducido a la mitad desde que se ensanchó Independencia.
Tampoco era muy grande cuando entré aquella noche. Los mozos se aconsejaban
unos a otros números para jugar a la quiniela. Rivero me recibió en una
oficinita, arriba, donde casi parecía no entrar, con su cara de totem y sus
manos inmensas. Qué hombre tan parco. Yo me había imaginado una charla llena de
anécdotas, fluida, pero nada: había que sonsacarle las frases de a una. Y
ninguna tenía más de seis palabras. Cuando mencionó un viaje a Japón ¡qué
alivio! pensé que por fin hablaría de corrido cinco minutos:
- ¿Y cómo fue,
ese viaje a Japón? - pregunté, feliz.
- Me
contrataron y fui a Japón.
Punto. Como si
lo hubieran contratado en San Antonio de Areco. Qué desesperación. Pero, aunque
no se extendió sobre Japón, dijo otras cosas, muy lindas, como que había que
entrenar la voz todos los días (el nunca salía a escena sin vocalizar antes;
nunca). Y que las chicas que se presentaban allí para que él juzgara
su voz siempre iban con la madre o con un novio, que las ponderaba.
"¿Vio que color de voz, qué fraseo?".
Me acuerdo de
sus ademanes elegantes, que quedaban torpes por su tamaño de king
kong pero mantenían como una gracia interna a pesar de todo. Un caballero.
Cuando
concluimos la nota me dijo si quería quedarme al espectáculo y me quedé al
comienzo.
- ¿Que le
gustaría que cante?
- El último
organito.
- ¡Pero cómo
no!
Y al poco
rato, en la media luz del Viejo Almacén rodaban las ruedas embarradas... Y
fumó el ciego, sentado en el umbral. Me despedí casi enseguida. Me acompañó a
la puerta (una puerta chiquita, sobre Independencia, donde nos dimos la mano y
las buenas noches. Era como la una de la mañana. Por entonces yo vivía a dos
cuadras de allí, en Paseo Colón y Carlos Calvo así que ¿cómo iba a irme, si no
caminando? Tranco tranco por Paseo Colón, sólo se sentía el ruidito de mis
botas sobre la vereda. Se acercó un taxi al cordón y el chofer me preguntó si
quería tomar un café. No, no, gracias, recién termino de trabajar. ¡Por eso
mismo! aprobó él. En fin, que fui escoltada las dos cuadras por un auto amarillo
y negro, a paso de hombre. Nos despedimos, lo más amigos, en el 1019 de Paseo
Colón, una puerta de blindex iluminada. Al entrar en el ascensor sentí el
zumbido y el clic final del grabador al apagarse. Lo había
traído prendido por querer guardar hasta las últimas palabras de Rivero.
Al entrar en casa pude hacer ostentación del único cargue grabado de mi
historia.
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