Eulalia y Maneco
Maneco tenía un
proyecto de cuento que iba a llamarse -se llamaba- Las
imágenes de Eulalia. Lo fascinaba la
verdad de la multiplicidad. Eulalia iba apareciendo a pantallazos de lo que
había sido para otros: él o los que la amaron; quien la vio un día desde la
ventanilla de un ómnibus y nunca más; el que levantó el tubo del teléfono y
supo de su voz al otro lado; la carta suya, de algún año, encontrada en un
cajón.
Ésa, casi infinita, era Eulalia.
Ésa, casi infinita, era Eulalia.
No volvimos a hablar
de ella durante años, hasta el verano que me deslumbró Maneco con la teoría del
big bang: imágenes navegando en el espacio, recuperables quizá al rebobinarse
el tiempo, en los latidos de contracción y expansión del universo.
Mi padre tenía el buen humor y la gentileza de
llamarnos a veces "la menor de mis hijas predilectas" o "la
mayor de mis hijas predilectas" a mi hermana y a mí que somos, sin mucha
posibilidad de preferencia, sólo dos.
Los que queremos a Maneco no somos dos sino
incontables, pero nos regaló a cada una tal dosis de afecto, atención y
unicidad que todos nos hemos sentido predilectos. Y no nos equivocábamos: hay
personas que tienen uno o siete amigos del alma; a Maneco le desbordaba el
corazón de gente que le llenaba de felicidad encontrar, compartir cinco
minutos, una tarde o si fuera posible toda la vida, con cada uno. Ir con cada amigo a todos los museos de
España o a todos los boliches de Montevideo o mostrarles abiertos todos los
libros que lo entusiasmaban, creo que le hubiera encantado. En realidad -o a
fuerza de imaginación- lo hizo, tanto como es posible: con unos caminó por
ciertas veredas, a otros nos las dibujó en servilletas de papel con su lapicera
rápida, de trazo siempre negro y fino... dos líneas paralelas: el bulevard
Saint Michel... aquí, un cuadradito: el café de Flore. Y, por él, uno sabe cómo
es estar recién llegados a París en invierno, desayunando medialunas en un café
junto a una ventana que encuadra la noche, y va amaneciendo nevando, y empieza,
así, a entreverse Notre Dame. En librerías de viejo nos presentó a Fray
Bartolomé de las Casas, al Marqués de Bradomín ("¿Te enteraste -me dijo el
otro día- de que el rey les dio, a los descendientes de Valle Inclán, el título
de marqueses de Bradomín? -y sonrió- ¡qué divino!"), a Charles Nodier, a
inquisidores y brujas, a Melián Lafinur, a Tristán e Isolda. Las personas
eran para él lo más disfrutable del mundo: hacer cuentos de personas
-absolutamente ciertos, pero vistos por él de un modo que los hacía cómicos o
tiernos o pasables a la historia- era una de sus formas de vincular,
familiarizar, una generación con otra, un amigo con otro: primero iba dando
fogonazos de alguien, hablando de quien fuera de un modo que contagiaba el
cariño y la proximidad. Y de pronto un día nos reglaba al del cuento en carne y
hueso: "Esta noche vas a conocer a Paco." Y conocí a Paco Espínola.
"Éste -y nos enfrentaba a una montaña con nieve allá arriba"- es Tola
Invernizzi." "Llamá a este número y decíle al Nene que vamos para
allá. ¿Pero, cómo qué Nene, estúpida?: ¡Bonardo!... Vas a ver que lo primero
que hace es tomarme el pelo por los zapatos: ¡Todavía ésos, Maneco!"
Los libros, (que también son personas: "Lo tocás a Batlle con la mano!" decía del último libro de Barrán) y los lugares, eran para él de una calidad magnífica, distinta a lo que pueden ser para otros: podía venir de San Antonio de Areco en la Provincia de Buenos Aires, contándolo como si viniera de París, por haber encontrado "¡Un museo, que me había dicho Menchi Sábat que tenía Figaris notables, y los tiene!" Allí mismo había escuchado a cuatro payadores versear sobre "mi overo, mi azulejo... Y que, oíme, después (de gauchos y con guitarras) se subieron apretaditos en un Fiat!"
Los libros, (que también son personas: "Lo tocás a Batlle con la mano!" decía del último libro de Barrán) y los lugares, eran para él de una calidad magnífica, distinta a lo que pueden ser para otros: podía venir de San Antonio de Areco en la Provincia de Buenos Aires, contándolo como si viniera de París, por haber encontrado "¡Un museo, que me había dicho Menchi Sábat que tenía Figaris notables, y los tiene!" Allí mismo había escuchado a cuatro payadores versear sobre "mi overo, mi azulejo... Y que, oíme, después (de gauchos y con guitarras) se subieron apretaditos en un Fiat!"
¿Cómo cuestionarle el posible encanto de San
Antonio de Areco? Mucho menos, el que le encontró a un lugar donde -como podría
haberlo hecho cualquiera de ustedes- lo acompañé una mañana de hace un par de
veranos. Una mañana idéntica en sol rajante y cielo limpio a ésta de hoy allí
mismo...
Habíamos quedado en encontrarnos ("porque antes de que te vayas a vivir en Buenos Aires tenemos que recorrerlo juntos") en el bar del Seminario. Desde allí, por las viejas veredas de Yaguarón con balcones de hierro, con sombra de plátanos y lunares móviles de sol, en las baldosas, fuimos bajando hasta el Central. Entramos como en lo de unos amigos. Había apenas gente y, a la luz de aquella mañana, era el lugar más lindo del mundo. Verde, blanco, radiante. Llevándome casi a remolque, nunca a paso melancólico; inquieto, rápido, me mostró ángeles de mármol ("Ese, con el brazo levantado, el de Rosell y Rius, qué precioso, es como para empezar el guión de una película"), figuras que le resultaban de una ternura especial por algún detalle (como el marido de Manuela Mussio, casi al entrar -"fijáte en la manito"- o la capilla de Renée Pietracaprina -"Pobrecita"- a la que se refería, como desde el jardín de enfrente, apoyándose en el ajedrez negro y blanco de una lápida vecina). Otras -dijo- le gustaban "de chico", como los cañoncitos de bronce y los soldados liliputienses al pie del monumento de un general de barba puntiaguda. "Estos son los dos lectores de todo el cementerio, y están juntos": el escultor había contado con una foto antigua, de ésas en que el muchacho apoya el codo en un pedestal y el otro brazo, extendido a lo largo del muslo, sostiene un libro; exactamente al lado, la figura de un hombre ya mayor, con el libro solemnemente abierto.
Esos “dos lectores" son vecinos de enfrente del panteón de Flores. En una callecita que los separa hay una lápida plana, ajedrezada, sin nombre y con grietas, apenas acompañada por unos pastos con flores minúsculas creciendo en ella. Un poco más allá, la que sostiene una flor con el brazo extendido: "es igual a Concha, en la Sonata de Otoño. ¿Ves aquel, contra el muro, cerca del portón al mar?" -un nombre entre aldabas de bronce: Agustini- "allí, Delmira. ¡Y éste que ves fue, de todos los que están aquí, el más vividor, mujeriego y juerguista... mirá ese monumento!": unos ángeles con velos, como odaliscas, sostienen o dejan caer una catarata de rosas bajo el busto sonriente y de mostachos en punta de Jaunsolo que, por el sol, parecía guiñarnos el ojo.
Unos pasos más allá, se detuvo frente a la última, la más preciosa y conmovedora: una lápida sencilla y sólo una cabecita de piedra que retiene para ser mirada, levantando a ras de tierra hombros, cuello y mirada, convenciendo con su sencillez y su misterio de que todo es así, como ella.
Si la realidad está en la multiplicidad qué realidad enorme, cálida, interminable, la de Maneco. A cada uno se nos agolpan las imágenes de Maneco, la voz ronca, las manos flacas, los agujeritos en el pulóver de la época en que fumaba y quemaba todo. Unos le conocieron sólo la mirada de la pequeña foto en Jaque cada viernes, que era sólo una de sus mil cuatrocientas formas de mirar. Otros lograron descifrar, a través de Rayos x, una imagen que también era Maneco, y fue la única mala.
Las imágenes de Eulalia nunca llegó al cuaderno de apuntes como Alba de Tormes o El Senado o Trastamara o el límite (donde Juana la Loca preparaba complicados tableros con figuras de marfil alrededor de sus habitaciones, enterada de que a la muerte le apasionaba el ajedrez). Pero (cuento no escrito) responde a lo que Borges en un poema suyo (creo que La rosa) descubría como lo esencial en literatura: "sólo se puede mencionar, o aludir".Y eso es lo que hoy estamos haciendo entre todos: mencionando o callando, aludiendo, acercándonos a nuestras imágenes de Maneco y llorando.
Habíamos quedado en encontrarnos ("porque antes de que te vayas a vivir en Buenos Aires tenemos que recorrerlo juntos") en el bar del Seminario. Desde allí, por las viejas veredas de Yaguarón con balcones de hierro, con sombra de plátanos y lunares móviles de sol, en las baldosas, fuimos bajando hasta el Central. Entramos como en lo de unos amigos. Había apenas gente y, a la luz de aquella mañana, era el lugar más lindo del mundo. Verde, blanco, radiante. Llevándome casi a remolque, nunca a paso melancólico; inquieto, rápido, me mostró ángeles de mármol ("Ese, con el brazo levantado, el de Rosell y Rius, qué precioso, es como para empezar el guión de una película"), figuras que le resultaban de una ternura especial por algún detalle (como el marido de Manuela Mussio, casi al entrar -"fijáte en la manito"- o la capilla de Renée Pietracaprina -"Pobrecita"- a la que se refería, como desde el jardín de enfrente, apoyándose en el ajedrez negro y blanco de una lápida vecina). Otras -dijo- le gustaban "de chico", como los cañoncitos de bronce y los soldados liliputienses al pie del monumento de un general de barba puntiaguda. "Estos son los dos lectores de todo el cementerio, y están juntos": el escultor había contado con una foto antigua, de ésas en que el muchacho apoya el codo en un pedestal y el otro brazo, extendido a lo largo del muslo, sostiene un libro; exactamente al lado, la figura de un hombre ya mayor, con el libro solemnemente abierto.
Esos “dos lectores" son vecinos de enfrente del panteón de Flores. En una callecita que los separa hay una lápida plana, ajedrezada, sin nombre y con grietas, apenas acompañada por unos pastos con flores minúsculas creciendo en ella. Un poco más allá, la que sostiene una flor con el brazo extendido: "es igual a Concha, en la Sonata de Otoño. ¿Ves aquel, contra el muro, cerca del portón al mar?" -un nombre entre aldabas de bronce: Agustini- "allí, Delmira. ¡Y éste que ves fue, de todos los que están aquí, el más vividor, mujeriego y juerguista... mirá ese monumento!": unos ángeles con velos, como odaliscas, sostienen o dejan caer una catarata de rosas bajo el busto sonriente y de mostachos en punta de Jaunsolo que, por el sol, parecía guiñarnos el ojo.
Unos pasos más allá, se detuvo frente a la última, la más preciosa y conmovedora: una lápida sencilla y sólo una cabecita de piedra que retiene para ser mirada, levantando a ras de tierra hombros, cuello y mirada, convenciendo con su sencillez y su misterio de que todo es así, como ella.
Si la realidad está en la multiplicidad qué realidad enorme, cálida, interminable, la de Maneco. A cada uno se nos agolpan las imágenes de Maneco, la voz ronca, las manos flacas, los agujeritos en el pulóver de la época en que fumaba y quemaba todo. Unos le conocieron sólo la mirada de la pequeña foto en Jaque cada viernes, que era sólo una de sus mil cuatrocientas formas de mirar. Otros lograron descifrar, a través de Rayos x, una imagen que también era Maneco, y fue la única mala.
Las imágenes de Eulalia nunca llegó al cuaderno de apuntes como Alba de Tormes o El Senado o Trastamara o el límite (donde Juana la Loca preparaba complicados tableros con figuras de marfil alrededor de sus habitaciones, enterada de que a la muerte le apasionaba el ajedrez). Pero (cuento no escrito) responde a lo que Borges en un poema suyo (creo que La rosa) descubría como lo esencial en literatura: "sólo se puede mencionar, o aludir".Y eso es lo que hoy estamos haciendo entre todos: mencionando o callando, aludiendo, acercándonos a nuestras imágenes de Maneco y llorando.
Jaque. Montevideo, febrero 1985
Maneco Flores, en el apartamento de
Constituyentes, febrero 1985.
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