jueves, marzo 20, 2014

La vida en una cartera

“La vida de una mujer
       puede guardarse en una cartera”


All the queen´s bags


Amado accesorio, mínimo hogar ambulante, credo estético, fetiche... las carteras están impulsando la moda más que cualquier otro accesorio. Antes de ser glamoroso objeto de culto fueron herramienta de trabajo, identidad de ciertas tribus y compañía de soldados.
   
Los hombres y las mujeres de la Edad Media llevaban bolsas colgadas del cuello, la cintura, el hombro. Y, aun antes, las llevaron las divinidades: Mercurio, dios del comercio y los mensajes, jamás soltaba su bolsa de mano.

Texto: Ana Larravide

Las carteras -desprendida alternativa de los bolsillos- han crecido en el prestigio de su función. De ser útiles de trabajo o distintivo de oficio o clan, coqueto escondrijo de gemelos de teatro, llaves o joyas... se han convertido en portavoces de la personalidad de quienes las llevan; son secretarias, botiquines, restauradoras de imagen y hasta catapultas a Internet.
Muchas estatuas griegas y romanas muestran pequeñas bolsas camufladas entre los pliegues de las túnicas: ¡siempre hubo necesidad de usarlas! Los mensajeros llevaban documentos; los peregrinos, vituallas; los enamorados, esquelas; los médicos, sus remedios más urgentes; los comerciantes, monedas. Para desalentar a los ladrones, el cierre solía ser un afilado puñal atravesado (y, si desde el punto de vista del dueño su cartera era irremplazable, dudaba ante la importuna apelación “la bolsa o la vida”).
         En un pequeño y compacto libro de quinientas páginas –parecido en tamaño a un monedero– que se llama Handbags, the powe of the purse, Ana Johnson comenta mil carteras. Algunas parecen cuadros (Pucci, 1969); otras, joyas (bordadas o recamadas con piedras preciosas: Cartier 1930); otras toman formas sorprendentes: George Ruff, 1928, las diseñó como automóviles o aviones; Paloma Picasso, en 1980, como libros; las hubo en forma de ánforas (Whiting & Davis, 1924) y hasta de balde de champagne (Anne Marie of France, 1940).
            Otro libro, indiscreto y gracioso, echa una ojeada a la cartera de la propia Isabel II de Inglaterra: “Qué lleva la Reina en su cartera y otros secretos reales”. Sus autores, Phil Dampier y Ashley Walton, responden a lo que muchos súbditos se preguntan: ya que S. M. no necesita llevar dinero ni tarjetas de crédito ¿por qué siempre lleva alguna, de considerable porte?  Elemental, señores: la reina usa su cartera como las españolas el lenguaje de los abanicos. Si en una reunión la ubica en el suelo es señal de que no encuentra interesante la conversación y quiere marcharse. En cambio, si cuelga alegremente de un gancho (que lleva dentro de la propia cartera, para sujetarla en la mesa) o de su brazo izquierdo... significa que se encuentra a gusto, feliz y relajada. Ante una invitación los anfitriones serán informados –según los autores de este libro– de que la reina ubicará su cartera sobre la mesa cinco minutos antes de despedirse. Y... ¿qué lleva en ella?: perritos y caballos en miniatura, fotos familiares, bombones de menta, chocolates, crucigramas recortados de los diarios, el famoso gancho para sujetar la cartera en una mesa... y una caja para maquillaje, hecha en metal por el príncipe Felipe, quien se la regaló cuando se casaron hace sesenta años.
Algunos antropólogos y expertos en moda encuentran que estos mundos privados guardan desde los elementos más innecesarios hasta los más decisivos para sus portadores. “La cartera es un inventario de sus vidas -sostiene Jean-Louis Dumas, presidente de Hermès-, completan el cuerpo humano, decorándolo. Vuitton, Jimmy Choo, Marc Jacobs, Fendi, Dior, Dolce & Gabbana... saben mucho de esto. La Hermès Kelly bag, nombrada así en homenaje a Grace Kelly, es la nave insignia de esa firma. Jean-Louis Dumas, con Hélène David-Weill, presidente de la Unión Central de Artes Decorativas de Francia, promovieron la muestra Le cas du sac, en el Museo de la Moda y del Textil de París. Que luego originó un libro.

            Tan llena de significado puede estar una cartera que Samuel Beckett concentró en ella la satisfacción de la protagonista de “Los días felices”, obra que estrenó en 1963: Winnie (Marilú Marini la interpretó hace un par de años en el Teatro San Martín) es una señora que aparece en escena semienterrada en un montículo de arena, bajo el sol. Willy, su marido anda por ahí pero nunca lo vemos, no importa; ella le habla distraídamente, calzada hasta la cintura en su montañita de arena. ¿Atrapada? ¿Desolada? ¿Aburrida? ¡De ninguna manera! Winnie no se considera desprovista de felicidad: con ella, junto a ella... está su cartera.

Un vestido divino no tiene costuras

LA MODA Y LOS REFRANES


“Un vestido divino no tiene costura”

Guo Han, el hombre más elegante de la dinastía Tang, era un joven bondadoso y noble. Una noche de verano admiraba la luna, en su jardín. Vio bajar del cielo a una dama de porte inigualable. Su vestido de seda negra era refinadamente simple, admirable. Guo Han la saludó rodilla en tierra y en esa galante postura observó que el sedoso vestido era de una sola pieza. Siguiendo su mirada, ella explicó: “Soy la divinidad del tejido. Los vestidos del cielo no tienen costuras”.


Texto: Ana Larravide

En China, desde el encuentro entre Guo Han  y aquella diosa, la expresión “un vestido divino no tiene costura” alude a un trabajo perfecto.
      Entre los esquimales, en cambio, las muchas piezas de piel –sabiamente cortadas y  adaptadas a su función en cada parte del traje, bien cosidas entre sí con “punto a ciegas”– son la protección insustituible para mantenerse vivos. Una puntada imprecisa podría dar paso a la humedad... y un cazador perdería la pierna o la vida, congelado, si sus pantalones de piel de oso o su doble y hermética casaca tuvieran la menor filtración.

La importancia del vestido para los seres humanos es tan grande... las leyendas, los poemas y relatos sobre el poder que se le asigna a un determinado ropaje es tal... que, por ejemplo, basta que alguien lleve teatralmente la ropa de otro para que sea tomado por quien no es y, así, bodas apócrifas, crímenes, coronaciones usurpadas, hermanos trastocados y otras farsas han entretenido al público durante siglos, con el simple auxilio de un manto, unas botas y un sombrero de plumas.
Pero hay otro testimonio de la intrincada relación del vestido con la vida cotidiana. No menor que el del teatro, sino distinto: directos, pintorescos, ingeniosos y ciertos... como suele ser lo popular, los refranes resumen en pocas palabras lo que a Roland Barthes o a Giles Lipovetsky podría llevarles un capítulo o un libro.


“El hábito no hace al monje”...  “cambia de idea como de camisa”... “¡ahora se rasga las vestiduras!”... “colgó los guantes”...”ella es quien lleva los pantalones”... ^lo tiene en el bolsillo”... “murió con las botas puestas”... “aunque la mona se vista de seda mona se queda...” “vestirse con las plumas del grajo...”  Cada uno de estos dichos describe en cuatro palabras todo lo que hace falta saber de alguien.


Es notable la identificación personal que parece darse, sobre todo, con ¡la camisa! “Perder hasta la camisa” es quedar desnudo; “vender hasta la camisa” es renunciar a la última posesión. “Dar vuelta su camisa” en términos políticos acusa a quienes cambian de partido, en recuerdo de quienes usaban como forro de la propia el color de camisa del adversario, para desorientarlo o confundirse con él, dado el caso.  Los gitanos “se parten la camisa” el día de su boda: dejan de ser quien eran hasta el día anterior y se entregan a una vida nueva. Un poco más arrevesada de entender es la alusión a “meterse en camisa de once varas”: significa que uno se mete en grandes complicaciones. Semejante frase parece que arranca en la Edad Media: en la ceremonia de adopción de un niño, se aceptaban los problemas que esa decisión pudiera traer. El padre debía meter al niño por la manga de una camisa grande hecha para la ocasión... y sacarlo por el cuello de la prenda. Cuando emergía por allí el padre lo besaba en la frente como aceptación de la paternidad. En algunas regiones de Europa la ceremonia continúa vigente pero es la madre quien la realiza, como una simulación del parto. El dicho exagera las dimensiones de la camisa: once varas equivalen a unos nueve metros. Puede ser que el inventor de la frase temiera que las complicaciones por venir serían tales que destrabarse de una camisa común no las ejemplificaba lo suficiente.
Algo más. Un recurso simpático para cenar bien es darse por invitado a una fiesta. Pero ¿cómo integrarse al casamiento o agasajo en cuestión si uno no conoce a nadie? Nada difícil: sin palabras pero sonriendo y saludando. En los tiempos que el sombrero o la gorra servían para las reverencias los “capigorrones” no dejaban de sacudir el aire delante de todo quien tuviera pinta de pariente verdadero. Una vez franqueadas las primeras trincheras de tías y cuñados podían, gracias a los gorrazos previos, dedicarse a abrir la boca... sólo para comer. 
La gorra es muy útil también para recaudar recompensas por pequeñas funciones de música o magia o actuación callejera, dejándola en el suelo o pasándola entre el público.

En el otro extremo, los pies reclaman también definir situaciones: entre los romanos y los bizantinos el calzado definía las clases sociales y, como referencia, la atención puesta en el “ir bien calzado” perduró en el tiempo. Desde los toscos zuecos costaba llegar a los zapatos que calzaban los burgueses y a éstos, otro tramo los separaba de las botas, que usaban los nobles caballeros. Entonces, “ponerse las botas” era un logro. La frase expresaba que un golpe de fortuna había llevado a alguien al uso de las carísimas botas.
Y ya que empezamos con un cuento concluyamos con otro: Plutarco en "Vidas paralelas", cuenta que Paulo Emilio, un patricio romano muy respetado por su sentido de la Justicia, dispuso separarse -aparentemente razón- de Pipiria, su joven, bella y virtuosa esposa, madre de sus dos hijos. Como sus amigos le negaban comprensión él mostró su zapato diciendo. “ ¿Han visto ustedes otro más fino o mejor trabajado que éste? Pues bien: sólo yo sé dónde me aprieta.


Bibliografía
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CARLYLE Thomas (1834). Sartor Resartus. Traducción del inglés por Joaquín Ojeda (1945.
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Gran Diccionario Larousse español-francés / francés-español (1999). Barcelona: Larousse.
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LOGIÉ Bernard (2002). Leur nom est une marque. París: Édit. d´Organisation.
MAILLOT Jean (1981). La traduction scientifique et technique. París: Technique et
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La vestimenta y su terminología: enfoque lexicultural hispanofrancófono, pp. 793-802
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coll. “Folio Essais”, 2 vols.).
O´HARA Georgina (1994) [1ª ed. 1989]. Enciclopedia de la moda. Barcelona: Destino, 2ª ed.
Le Petit Robert 1 (1990) [1ª ed. 1989]. Rédaction dirigée par Alain Rey et Josette Rey-Debove.
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REAL ACADEMIA ESPAÑOLA (2004). Diccionario de la Lengua Española, tomo I y II.
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SCHÖNE Maurice (1951). Vie et mort des mots. París: Presses Universitaires de France, 2ª éd.
SHAKESPEARE William (1990). El mercader de Venecia; Como gustéis. Madrid: Cátedra, 3ª
ed.
SECO Manuel, Olimpia ANDRÉS, Gabino RAMOS (1999). Diccionario del español actual,
volumen I y II. Madrid: Aguilar.


Montesquieu (1758, 1995) escribió l´Esprit des lois, por qué no creer en,
como decía el filósofo e historiador Thomas Carlyle (1834, 1945), un Esprit de
vêtements? En el modo de vestir descubrimos esa “idea arquitectónica subyacente” a la
que dicho autor hacer referencia.
El cuerpo, las vestimentas que utilizamos para cubrirlo constituyen, sin lugar a dudas, la proyección más íntima de nuestro propio ser.




El frac

Un uomo in frac

A man in white tie


Texto: Ana Larravide




Sinónimo de elegancia varonil. Intemporal, perfecto: el frac.
Reyes de España y de Inglaterra, magos, premios Nobel, directores de orquesta, diplomáticos, presidentes, melancólicos noctámbulos, actores de Visconti o Duvivier... desfilan bajo la luna con sus pecheras blancas enmarcadas por el negro absoluto del más sofisticado y sobrio de los atavíos viriles.


“È giunta mezzanotte... si spengono i rumori.
Si spegne anche l'insegna di quell'ultimo caffè.
Le strade son deserte, deserte e silenziose,
un ultima carrozza cigolando se ne va...
Il fiume scorre lento, frusciando sotto i ponti
La luna splende in cielo... Dorme tutta la città...
Solo va
un uomo
in frac.”

¡Un hombre en frac!... la vieja canción de Doménico Modugno sigue siendo su descripción más romántica y cautivante: la elegancia y melancolía de ese caminante nocturno (Modugno evocaba golpeando su guitarra sus rítmicos, lentos, pasos) es inolvidable... Conmueve como si lo estuviéramos viendo perderse en la niebla de la calle desierta en la que “se apaga la insignia del último café”.
Ha il cilindro per cappello, due diamanti per gemelli, un bastone di cristallo, la gardenia nell'occhiello... e sul candido gilet, un papillon: un papillon di seta blu.” ¡Y no hay más que decir!: “una galera, dos diamantes como gemelos, un bastón de cristal, una gardenia en su ojal... y sobre el cándido chaleco una mariposa, una mariposa de seda azul.” Tal vez en ese único detalle se puede disentir: lo habitual es que la “palomita” elegida sea blanca, como la pechera que la anida. (*)

Il Gattopardo
Burt Lancaster y Alain Delon se acercan a Claudia Cardinale. De frac. Ellos pueden enseñarlo todo en porte y atractivo.  La chaqueta, que no va abrochada, por delante se corta en la cintura (como las de los toreros) pero por detrás lleva la característica cola que le da al frac su nombre inglés: tailcoat o tails. La chaqueta perfecta incluye el detalle blanco del pañuelo de bolsillo, de seda. La camisa, por supuesto blanca, es de pechera dura, cuello doblado hacia arriba y puños de doble ojal, para los gemelos (nada se opone a que éstos sean de brillantes, como los botones de la camisa). Los pantalones, de corte clásico, del mismo género que la chaqueta, llevan una cinta lateral en raso. Medias negras, de seda. Zapatos negros, de charol, lisos. O zapatos de baile con lazos, estilo s. XVIII.
Chistera de seda negra. Abrigo o capa negra, de lana, cachemir o seda.
Bufanda: blanca, de seda o de lana fina. Guantes: de seda blanca o de gamuza gris claro. Bastón de paseo, negro (de cristal, como el de la canción,  podría ser... la empuñadura)
El frac admite bandas, medallas, condecoraciones. Se usa en actos académicos, recepciones y cenas de gala. La corbata blanca, de piqué, se vuelve negra (y lo mismo el chaleco) en los actos religiosos o académicos.
Tal vez le negaran la entrada, al exquisito baile de Visconti, a Salvador Dalí, que eligió un epatante frac verde, de chaqueta bordada con palmas doradas cuando lo nombraron miembro de la Academia de Bellas Artes de Francia. “Soy el elemento que faltaba para que esta Academia tenga algo de divino" aseguró, acariciando la empuñadura de la espada diseñada por él mismo: un águila con las alas desplegadas y ojos penetrantes, iguales –según él– a los de Gala.

Seis destinos
El frac, prenda de máxima etiqueta, se usa a partir de las siete de la tarde. Antes de esa hora, sería “demasiado temprano para un caballero”.
Pero ¿qué caballeros lo usan? Según los tiempos de su historia, un frac puede pasar de caballero en caballero... Así lo vemos en Seis destinos (Tales of Manhattan) una película de Julien Duvivier, poco conocida o poco recordada, pero que marcó un estilo argumental. Un frac viaja de una historia a otra y cambia el destino de varias personas. Desde la comedia al drama viste personajes diferentes... y, con cada uno de ellos, es diferente también. Para realizar  el guión de Seis destinos participaron  unas treinta personas. Entre ellas Billy Wilder y Buster Keaton.(**)
            Esas seis historias fueron pensadas por la Fox para reunir grandes actores que mostraron medios sociales muy diferentes (siempre en frac): Charles Boyer, Henry Fonda, W. C. Fields, Charles Laughton, César Romero, Edward G. Robinson...
El frac derivó, en esa película de Duvivier en un triángulo amoroso de alta sociedad, lo lució Charles Boyer encandilando a Rita Hayworth. Pasó a una comedia sentimental entre Ginger Rogers y Henry Fonda. Vistió en su primer concierto a un tímido y pobre músico genial. Lo compró Charles Laughton en una oferta de ropa usada, creyendo que encontraba una fortuna en su bolsillo.  También sirvió para exaltar las virtudes de la leche de coco. Y, al llegar a un asilo para desvalidos, el viejo frac sirvió a un alcoholizado Edward G. Robinson, que había sido un prestigioso abogado y ahora, invitado a una cena de antiguos compañeros de la universidad, se amparó en él. En el último de sus seis destinos fue protagonista de un milagro. ¿Qué más se le puede pedir a un frac? 

El frac triunfal
Lo vistió Fred Astaire.  La historia de La bella de Nueva York lo cuenta a punto de contraer matrimonio en cinco ocasiones. Se arrepiente siempre, pero en la quinta vez la novia no se da por vencida: Vera-Ellen es una magnífica bailarina y las escenas musicales que comparte con Fred Astaire fueron un derroche de seducción. En esa película, Astaire –de frac –  baila  sobre el Arco de Triunfo de Trafalgar Square y por los tejados de Nueva York.
            Hay que admitir que el frac no vistió solamente a dignos académicos y a espléndidos galanes: saltó alguna vez al guardarropa femenino. La primera en vestirlo fue Marlene Dietrich, en la película Morocco. Con galera y todo. Y no le quedaba nada mal.
            Para hablar de fraques rioplatenses podemos recordar el que vistió Felisberto Hernández, en el personaje de su cuento El acomodador: “Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises”... o la pechera resplandeciente de Carlos Gardel, que hacía juego con su sonrisa. Y otra sonrisa famosa: la de Juan Perón, en frac, junto a Evita vestida por Dior.
            En fin, La idea de llevar un atuendo negro por la noche la tuvo el escritor  Edward Bulwer-Lytton, como gesto romántico para indicar su hastío y desesperanza. Él escribió, en 1828, que " las personas deben ser muy distinguidas para que les siente bien el negro". Esa declaración desafió a los dandies londinenses. Entonces nació “the man in white tie”.
Pasan los años. Permanece el frac. 








(*) www.youtube.com/watch?v=RKN7KFDA28o
(**)  www.youtube.com/watch?v=LbcIKzSoCOE 

La canción del fru-frú

Brevísima historia
de la lencería
por Ana Larravide

La canción del fru-frú

Había una vez damas egipcias. Bajo sus túnicas usaban enaguas bordadas con hilos de oro... tan suaves como la piel que velaban, se llamaban shenti. Hubo damas romanas, deportistas, que se ceñían bandas de seda, alrededor de pechos y caderas. Y hubo en Creta, 1500 años antes de Cristo, señoras con talle avispa y miriñaque acampanado. Una de ellas, pintada en el palacio de Knossos, se parece tanto a las damas de los salones de 1800 que fue llamada La parisina.


 



La lencería femenina refiere la vida de las mujeres mejor que cualquier discurso. La ropa interior, hecha para permanecer oculta (pero no siempre) es tan verdadera como el subconsciente, y mucho más creativa que el super-yo de la ropa de calle. 
Deliciosa y sensual, como todo lo vinculado al juego y a la seducción, su suave frú-frú suele anunciar momentos deliciosos.
El lenguaje de la lencería tiene el don de encantar, de crear un espacio para la fantasía: la maja de Goya tenuemente vestida atrae en El Prado más admiradores que desnuda.
             La literatura, el cine, la pintura, la historia, necesitan las cintas, breteles y puntillas de cada época. Las medias de red de Marilyn Monroe; las locas enaguas del Can-Can que Toulouse Lautrec atrapó al vuelo; los “delicados pantalones bordados, anchos por arriba y estrechos por abajo” de Madame Bovary; los varoniles pantalones de montar que Catalina de Médicis se apropió, incluso los apretados calzones de Juana de Arco (propios de una bruja hereje, por supuesto) expresan circunstancias y personalidades, con la sinceridad indiscutible de lo dicho en secreto.
           Hubo locos extremos: el talle avispa que impusieron los corsé, desde 1870 hasta el siglo XX, redujo las cinturas a menos de cincuenta centímetros (y provocó desmayos, riñones perforados, huesos deformados, muertes). Usarlos presuponía dependencia: alguien debía ocuparse de acordonar la espalda. En cambio, los corpiños de las campesinas se ataban sobre sus blusas, por delante.
          Hermine Cadolle, feminista francesa creó el primer brassiere, a fines del 1800. Liberó a muchas mujeres del insoportable corsé. Después, Mary Phelps Jacob, patentó el primer sostén, diseño que vendería a la Warner Brothers Corset Company, por 15 mil dólares.
En 1969 las mujeres revolearon sus soutienes en Woodstock, como un grito de libertad. Los años 70 propusieron una nueva lencería, de menor precio, cómoda, imaginativa. Y en los 80 Madonna subió a escena su corpiño cónico, firmado por Jean Paul Gaultier.
           Durante siglos, la apertura rápida fue característica de la ropa femenina. Si una mano había llegado bajo la falda, había llegado donde quería. Los pantalones cerrados eran patrimonio de varones. Las medias, que todavía no habían trepado a la cintura, se sujetaban con ligas, debajo o encima de la rodilla. Las primeras jarreteras -de cuero- tenían un cierre de plata cincelada. Los siglos las aligeraron convirtiéndolas en cintas de tafetán o de seda. En el Renacimiento se adornaron con encajes y hasta con joyas. El Museo de la Indumentaria de Barcelona muestra la Colección Rocamora, de ligas francesas y españolas, bordadas con lemas galantes: “De tu jardín hermoso soy jardinero celoso”, “Pensez à moi” o la festiva “¡Viva mi dueño!” que se lee en un par de ligas color de rosa, bordadas en oro y lentejuelas de espejo.
La célebre Orden de la Jarretera, la fundó en 1348 Eduardo III de Inglaterra. Amablemente había levantado una liga de la condesa de Salisbury, caída durante el baile. Hubo burlas y el rey exclamó: Honni soit qui mal y pense. De tal maldición nació tal Orden.
            Menos cortesana pero muy antigua es la tradición francesa de que la novia debe usar en su boda una liga azul, que le quitará en el banquete el mejor amigo del novio.
            Otra tradición que se mantiene es usar lencería roja la noche del 31 de diciembre para atraer buena suerte.     

            Cuando en 1945 Japón anunció el embargo del envío de sedas naturales a Estados Unidos, las señoras se lanzaron en malón a las tiendas. La revista Vogue cuenta que hubo que llamar a la policía para contener “la multitud enardecida por el pánico de quedarse sin medias de seda natural”. Cuenta Lola Gavarrón, en “Piel de ángel”, que la demanda de las mujeres fue concreta: “Ingénienselas, señores gobernantes, señores industriales: inventen algo nuevo, algo perfecto... o decídanse a hacer la paz con el Japón.” Ellas aceleraron  el descubrimiento del nylon. Comenzó la era de las medias de cristal.
           Desde entonces no han cesado de resplandecer sedosas, lentas, las medias negras de Mrs. Robinson... las de Liza Minelli en Cabaret... las de Sofía Loren ante Marcelo Mastroianni... las de Catherine Denueve en Belle de jour... las de Bardot en Viva María... y las de tantas mujeres, en esa intimidad de hilos tenues, que una cancioncita describe: Si tu cuerpo fuera de fino encaje / lo bordaría por los cuatro costados / después me haría manteles tan bellos / que comeríamos el amor arrodillados... 
La cancioncita es tan francesa como el frú-frú de las enaguas:
Si ton corps était de fine dentelle /
 je le borderais par le quatre bouts /
et puis m´an ferais de nappes si belles /
que nous mangerions l´amour a genoux.

EPIGRAFES PARA LAS ILUSTRACIONES
Lo resistente y lo suave

* Las enaguas de crinolina enjaularon a las damas durante décadas. Ésta se completa con un corsé plano, que conseguía la figura andrógino que gustaba en el siglo XVI.
* A mediados del 1800 los hojalateros tuvieron un rol inesperado: fueron patentadas, y se vendían con éxito, unas corazas traseras de latón que impedían cumplir sus intenciones a ciertos asaltantes callejeros de entonces que, tan intrépidos como inoportunos, alzaban las faldas de las señoras, al paso.
* Los calzones con puntillas y cintas se usaron hasta, digamos, cuando comenzó la luz eléctrica. Algunas señoras los abandonaron antes, otras después. La abuela de una amiga mía, en Rosario, Argentina, se los ponía a mitad del siglo pasado y (era un tiempo proclive a los eufemismos para nombrar la ropa íntima) en vez de calzones los llamaba “los gauchos”, probablemente porque no eran tan distintos a los que usaban bajo el chiripá, campeando, los varones de su casa.
* Con este corselete de lycra y encaje Dior, en 1950, alivió la tortura del talle de avispa de los corsés de ballenas... pero no demasiado.
* Los felices twenty fueron sobre todo felices... porque el cuerpo disfrutó de su libertad. Las combinaciones –camisas cerradas abajo por mínimos botoncitos- en suave seda color melón o salmón, eran todo lo flexibles que necesitaba una señorita para olvidar las penas post primera guerra mundial, con un baile que expandió alegría y desenfreno: cierta música que compuso  el pianista de jazz James P. Johnson dedicada a la ciudad de Charleston, en Carolina del Sur.  
                                                                                                                                          A. L.  



Las joyas quedan


“Lo superfluo es algo muy necesario.” Voltaire


“Los hombres pasan, las joyas quedan”

La historia de la humanidad no se cuenta sin la historia de la joyería.
 La fabricación de joyas es uno de las artes más antiguas del mundo.



“Mae West me tendió la mano. Al estrechársela, me arañé la palma de la mía con sus anillos de diamantes. Dándose cuenta de lo ocurrido comentó con cierta indiferencia: -Son de talla antigua, muy afilados. Son los mejores.
Llevaba todos los dedos cubiertos de diamantes. Lucía un collar de diamantes, pulseras de diamantes y una tobillera de diamantes. Se trataba, me explicó de “sus diamantes para el día”. Extendiendo la mano para que pudiera examinarlos, añadió: - Mirálos, son todos de verdad. Me los regalan mis admiradores.
Su mirada se posó sobre mis manos desnudas. -¡Oh, cielos! Tú no tienes ninguno. Durante un momento se quedó mirándome con asombro y pena. Luego su expresión se animó: -Pero tendrás alguno en casa, ¿no?”
Así empieza una deliciosa entrevista, hecha por Charlotte Chandler a Mae West. En la última línea, la gran diva de los años 30 detiene a la periodista y le aclara: “-Querida, todos esos diamantes que te dije que me regalaron los hombres... algunos, me los compré yo.”
Cuando se siente pasión por algo no alcanza con esperar que llegue de regalo: se trabaja para conseguirlo. Mae West lo sabía y trabajaba para adquirir lo que quería. Podía darle un tono  romántico a sus diamantes pero lo que le importaba era tenerlos. Su irónico “Los hombres pasan, las joyas quedan” no lamentaba amoríos fugaces: afirmaba su seguridad en esos bellos objetos inmutables. Adquirirlos la alegraba tanto como a otros la posesión de un cuadro de Matisse o de un caballo de raza o de una ventana al mar. Su frase, además, resume algo de la historia de la humanidad: los hombres pasan y las joyas quedan: dan testimonio de ellos. Desde antes aun que la escritura.

Tan lejos y tan cerca
Donde se une la Prehistoria con la Historia -la edad de los metales- el descubrimiento de la fundición permitió a los hombres fabricar instrumentos, armas y adornos. Se perfeccionó la cerámica y apareció la orfebrería. Desde entonces, en infinita variedad, pero volviendo a veces sobre sí misma con asombrosos parecidos, la historia de las joyas evoluciona, se repite, se renueva, deslumbra.
A miles de años de distancia los collares del paleolítico no difieren tanto de las magníficas serpientes que Cartier diseñó como brazaletes para María Félix. Son famosas las anécdotas que asocian a esta mujer impresionante con las joyas: las esmeraldas que le regaló Jorge Negrete, el collar de rubíes de Agustín Lara, los brillantes de Harry Winston, su colección de serpientes de oro, con turquesas y  diamantes y los saurios en oro macizo con ojos de esmeraldas y brillantes amarillos, cruzados para formar un pectoral. O la cigarrera desde donde figuraban mirarla, en piedras preciosas, los ojos de su enamorado. Ella las llamaba "Sus joyas de amor” y al maletín donde las llevaba le decía “su niño", sin separarse de él jamás.
Siempre usaba -entre otras-  tres pulseras de oro de 18 k. con sus nombres en brillantes: María Bonita como le decía Agustín Lara, Puma Pumita, sobrenombre que le daba a su marido Alex Berger, y Doña Doñita, como la llamaba todo México. También estaban entre sus preferidos un par de brazaletes de diamantes hindúes y esmalte makara. Si hubiese aceptado propuestas de enamorados como el Rey Faruk -último de la dinastía de Mohamed Ali de Egipto- que le ofreció una antigua diadema por una noche en su compañía, el tesoro de María Bonita se habría acercado al de los faraones.
La Desconocida
Entre las joyas más antiguas se encuentran las de La Desconocida, descubiertas en Egipto en 1931 en la necrópolis de Giza. Una momia que hoy se encuentra en el Museo de El Cairo. Lleva una diadema de oro, cobre y cornalina, brazaletes y tobilleras de oro y cobre y un collar de cuentas de oro y cerámica vidriada, enfilado en alambre de oro, más otro precioso collar formado por 50 cuentas huecas de oro en forma de coleóptero. Este collar no sólo era un adorno: también cumplía la función de amuleto. Y esto es algo que constantemente se atribuye a las joyas: su protección o simbolismo. No sólo son objetos estéticos, para quienes las usan suelen estar cargadas de significados.

Lo verdadero y lo falso
La influencia de los egipcios movilizó a los diseñadores, poco después de descubrirse la tumba de Tutankamon en 1922. Un aluvión de barras de oro, de jeroglíficos  y de estilizados coleópteros invadió la moda. Los insectos han sido utilizados con frecuencia como pretexto en joyería: escarabajos de oro, abejas con cuerpo de coral (como la que realizó Di Verdura para Chanel en 1960), libélulas con alas de brillantes...
Elsa Schiaparelli (1890-1973) presentó un collar de plástico transparente con insectos de colores. También hubo quien prefiriera recrear motivos marinos, con piedras y metales preciosos, como lo hacía en 1940 Jean Schlumberger: caballitos marinos, estrellas, caracolas. Los motivos de la naturaleza, muchas veces flores de largos tallos, fueron los preferidos del Art Nouveau. René Lalique (1860/1945) fue el gran maestro de los diseños en vidrio: objetos de adorno y joyas, como un famoso colgante de plata con pátina negra que encuadra una cara en vidrio opalescente, rodeada de amapolas. Lalique realizó joyas que vendía a Cartier, Boucheron y otros joyeros. Sus obras admiraron en la Exposición de
París en 1900, y las llevó en sus actuaciones Sarah Bernhardt. También dentro del Art Nouveau Georges Fouquet (1862-1957) realizó piezas diseñadas por Alphonse Moucha; gustaba trabajar con piedras preciosas de forma oval. Salvador Dalí (1904-1989) además de diseñar telas para Elsa Schiaparelli aportó sus ideas surrealistas al diseño de joyas.
Cocó Chanel (1883-1971) -la que lo cambió todo en cuanto a moda femenina imaginando lo que las mujeres necesitaban antes de que ellas mismas lo supieran- cambió las costumbres en cuanto a alhajas. Acompañó sus sobrios trajes de tweed con sartas de perlas artificiales o cadenas doradas. Y sus vestidos negros para cóctel podían variar de aspecto según el broche de pedrería falsa que los acompañara. Durante los años 30
, Chanel encargó a Fulco di Verdura que diseñara bisutería con piedras semipreciosas y falsas, con engastes ostentosos. Ya no sería necesaria una fortuna para rodear un cuello femenino con perlas o para lucir una gran cruz desbordante de piedras multicolores. La consigna liberadora de Chanel fue: “usar lo falso como si fuera verdadero y lo verdadero como si fuera falso”.
Pero lo verdadero siguió teniendo adictos. Traspasan las puertas de Tiffany & Co. si buscan, como Audrey Hepbrun, diamantes para el desayuno. O como Richard Burton,  que tantas veces homenajeó con ellos a Elizabeth Taylor.
En la década del 70, Elsa Peretti comenzó a diseñar “diamantes por metro” para Tiffany: finas cadenas de diamantes. Una de ellas es la que usa Nicole Kidman en “Número 5”, un corto que promociona el relanzamiento del perfume insigna de Chanel. Allí, sin nombrar el perfume, se cuenta la historia de una mujer misteriosa y enamorada. Todas las joyas que se utilizaron en la filmación fueron reediciones de piezas diseñadas por la propia Coco Chanel en 1932. La larga cadena  con un colgante que incrusta en un círculo el mítico 5 sobre el profundo escote en la espalda de la actriz, lleva 687 diamantes.
No todo es felicidad en torno a ellos, la historia del inmenso diamante Hope es terrible:
El banquero londinense Lord Henry Thomas Hope financió con él la construcción de una embarcación asombrosa, adelantada medio siglo a su época: el  Great Eastern. Su botadura fue el  3 de noviembre de 1857. Tantos fueron los tremendos accidentes de ese barco y sus fantasmas –constituyen otra historia- que abrió paso a la ciencia ficción.
Los Cartier –Louis François, Alfred, Pierre, Louis Joseph- además de ser proveedores de muchas casas reales europeas –como el tigre de oro y diamantes para Wallis Simpson, más tarde duquesa de Windsor- se distinguieron por su desarrollo del reloj pulsera. En 1907 diseñaron uno para el aviador brasileño Alberto Santos Dumont.

Valga decir que las joyas, en los varones, no han sido menos numerosas ni ostentosas que las llevadas por las mujeres. Aunque durante largo tiempo (desde la revolución francesa hasta mediados del siglo pasado) los varones optaron por la sobriedad, desde sus oscuras levitas y trajes grises no dejaron de refulgir cadenas, gemelos, alfileres de corbata y anillos.

Así en la tierra como en el cielo
Al contrario de lo que dice el refrán, sobre gustos hay mucho escrito. Los gustos en joyas van desde lo más sutil a lo más imponente, siguiendo todos los caminos de la imaginación. Todo grupo social, tanto los mapuches como los esquimales, o aquellos burgueses de la Holanda del 1600 pintados por Vermeer (cuyo abuelo fue relojero) ha diseñado sus alhajas. Las arquetas que las contienen aparecen en cuadros, en obras de teatro... y hasta en el cielo; al menos allí han querido encontrar una los astrónomos, y han llamado La cajita del joyero o Cúmulo Kappa-Crucis (por contener a la estrella Kappa) a un conjunto de sesenta estrellas muy brillantes, blancas, blanco azuladas y algunas rojas.   
Menos científico pero más poético fue el dibujo que trajo una vez del colegio Julian Lennon, en septiembre de 1980. Dibujó a su amiguita Lucy. La había pintado en medio de unas estrellas en el cielo y lo tituló Lucy in the sky with diamonds. Durante el resto de su vida, John Lennon sostuvo que su canción se inspiró en ese dibujo de su hijo y no era una alusión al LSD.

Anillos, magos, alquimistas, inquisidores
La posesión del anillo significaba poder sobrenatural y poder sobre otros seres. Más de un buen médico medieval fue condenado a la hoguera por ser acusado de consultar al demonio que se alojaba en su anillo. También Juana de Arco fue acusada entre otras cosas de tener anillos mágicos.
El Dux de Venecia festejaba anualmente un acuerdo entre Venecia y el mar, y arrojaba un anillo de oro a las profundidades del Adriático. Después de una de estas celebraciones, en una cena se le sirvió un gran pez. Encontró dentro el anillo que había ofrendado. Ese año colapsó el imperio veneciano.
Al referir esto, recuerdo la película “El gran pez”, de Tim Barton: el anzuelo para lograr pescarlo es la alianza de oro de Albert Finney, el protagonista. La premisa de “Big Fish” es “Un hombre es las historias que cuenta”.
Si, sí... Pero un hombre, también, es las historias que le han contado. Nos han contado tantas, referidas a joyas encantadas... El cascabel mágico, regalo de Tristán a Isolda, para que ella nunca estuviera triste (del que ella prefirió deshacerse para llorar la ausencia de Tristán, tan triste como él); el anillo del rey Salomón “que le impedía envanecerse de sus victorias tanto como acobardarse por sus derrotas al mirar su inscripción: Esto también pasará”. Y la historia del amor de Carlomagno: locamente enamorado de Frastrada por su belleza, pero sobre todo por el poder del anillo que ella llevaba. Murió Frastrada y el fundador del Sacro Imperio Romano Germánico sólo podía permanecer llorando cerca de su amada muerta. El obispo Turpin, extrajo aquel anillo del cadáver de la princesa y lo puso en uno de sus dedos. Entonces Carlomagno comenzó a seguir sus consejos y se salvó el reino. Pero el buen obispo, no queriendo tener poder sobre su soberano arrojó el anillo a un lago. Durante una partida de caza Carlomagno descubrió el lago y sintió tanta paz que quiso quedarse el resto de su vida allí y allí fundó Aquisgrán capital de su reino. Es notable que “el cristiano por excelencia” viera afectada su vida por un objeto pagano, que a tal punto lo atrajo y dominó sin él saberlo

El aro de oro
Así como al cristianismo lo representa la cruz, el anillo, símbolo pagano, puede significar poder, hermandad, compromiso, lealtad, amor, sabiduría y destino. Los grandes valores de la vida pueden estar simbolizados por él.
En diferentes culturas se encuentran constantes: el mago, el loco, el herrero, la espada, el anillo, la doncella, el tesoro, el dragón.
Ciertos anillos “encantaban” a las personas El nacimiento de la magia se vincula a que el pueblo atribuía poderes a los anillos de los chamanes, en vez de atribuírselos a las plantas medicinales o aromas que se aplicaban en la misma sesión
Ningún pueblo en la historia estuvo tan obsesionado con la búsqueda del anillo como los vikingos. Tal vez porque lo relacionaban con el poder de la metalurgia o de los alquimistas. El anillo del rey no sólo lo señalaba como monarca, sino que el anillo mismo tenía poder. Durante la ausencia del rey se podía utilizar el anillo o su sello como extensión de la autoridad del gobernante. Incluían un grabado o un símbolo y nombre del señor, con un sello de piedra, cristal, ámbar o incluso gemas, que podía imprimir la marca del rey con tinta o sobre cera o arcilla. Primeros equivalentes de la firma.
Entre los vikingos, el anillo de oro era una forma de valor corriente, un don honorífico, y a veces una herencia de héroes y reyes. Los anillos de la mitología nórdica por lo general eran anillos mágicos forjados por los elfos. Eran símbolo tanto de poder como de fama eterna. También eran símbolos de predestinación.
El faraón de Egipto llevaba un gran anillo de ébano con un escarabajo engarzado en oro que, al girarlo, descubría el gran sello del faraón. Ser dueño del anillo significaba ser dueño de Egipto. José, tras ser vendido por sus hermanos, ocupó un puesto de consejero junto al faraón, quien le regaló su anillo. Así demostró confianza plena en su palabra.
Personalmente, me emociona el recuerdo de un corto documento que Enrique Molina rescató en su libro “Una sombra donde sueña Camila O´Gorman”. Refiere una lista de quince o veinte modestas pertenencias que encontraron en el hogar de Ladislao y Camila en Goya, antes de fusilarlos por el escándalo de su amor en la época de Rosas. La corta lista enumera algún libro, un par de vasos y camisas, un costurero... Y lo último: “un arito de oro, roto”.    
Ana Larravide