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lunes, marzo 03, 2014

Sergio Maravilla Martinez

Aquí Sergio Maravilla Martínez, 73 kilos

                                                                                
Ana Larravide 

No hay ciudadano que no esté de acuerdo (y eso que el desacuerdo parece a veces el principal deporte argentino): Sergio Gabriel Martínez, campeón mundial ganador del cinturón de las 160 libras (73 kilos) merece llamarse Maravilla.

La pelea del siglo XXI –la del XX fue la Firpo/Dempsey- hizo renacer el culto al heroísmo. Ese heroísmo que conmueve cuando alguien escala una alta cumbre, corre una maratón... se exige y pone a prueba lo máximo que puede dar.
         Por algo cuando en Grecia había Juegos Olímpicos había tregua sagrada (sin guerra alguna): la heroicidad se mostraba en los Juegos.
         Esa heroicidad que implica triunfar sobre uno mismo, ejercitarse, probar temple, creer que es posible ser quien se quiere ser.
         Eso quiso mostrar Maravilla Martínez y lo ha hecho. En la medianoche del sábado 15 de septiembre, durante doce campanadas como en el baile de la Cenicienta sostuvo doce rounds que tuvieron en vilo a los argentinos. La magia duró hasta pasada la una de la madrugada encandilando a quienes trasnocharon frente a cuatro millones de televisores en la Argentina. Dio en Las Vegas, en el Thomas&Mack Center, una exhibición de técnica despampanante.
         Con los pies más tiempo en el aire que en la lona (como Ray Sugar Leonard) con los brazos laxos al costado del cuerpo y los hombros coqueteando (como Nicolino Loche), Maravilla punteaba con la derecha y golpeaba con una izquierda que no dejó adivinar que estaba fisurada desde el cuarto round.

Doce campanadas
Maravilla Martínez boxeó como los grandes. Muchos de quienes mirábamos no sabíamos hasta esa noche que lo era. Ni que el boxeo puede ser eso: un baile, un ejercicio de acechanza y aguante, de evasión y presencia. De permanente respeto por el adversario aunque se busque vencerlo. Eso es impresionante en Maravilla Martínez: no boxea con soberbia ni con prepotencia ni con miedo. Boxea confiado en lo que sabe, en su duro entrenamiento, en su deseo de ser mejor.
         Julio César Chávez Jr. -más joven, más alto, más fuerte que Maravilla- entró al ring con cara de niño, vincha roja y con algo contra lo que tendrá que competir largamente: la aparentemente benéfica y estimulante figura de su padre -con su mismo nombre de emperador, vestido de smoking y también con vincha roja- que lo precedió en el ring. Qué difícil llegar a adulto, con semejante padre.
         Durante once rounds Chávez Jr. resistió a Martínez, mirándolo con perplejidad entre sus guantes rojos casi siempre a la altura de su cara. Si la pelea fuera dibujada en historieta, sobre su cabeza debería verse un globito: “Yo no sabía que boxear es esto”. Pero algo alentaba dentro suyo “Soy fuerte, soy campeón, soy hijo de campeón, voy por el knock out”. Y fue. Y Maravilla cayó en la lona. Por segundos, cayó. Así su honor, el de Junior –que en el lenguaje del boxeo se salva cuando se logra eso– repechó los tremendos cuarenta y cuatro minutos anteriores durante los que debió pensar -por lo menos once veces, una al fin de cada round- que no podría levantar cabeza frente a su padre ni frente a los mexicanos, por un tiempo.
         Hasta eso fue parte de lo bueno de esa noche. Que el joven Chávez, con la cara tumefacta, pudiera volver a sonreír. Después de ese relámpago de gloria vino el trueno (el dóping negativo y la multa: retiro de “la bolsa”, cuantiosísima, y del ring, por un año).
         Sergio Maravilla Martínez, con una rodilla y una muñeca lesionadas, un corte en el cuero cabelludo y otro sangrante en el párpado izquierdo, al escuchar las tres votaciones de 117-110, 118-109 y 118-109 que hicieron pasar sobre su sonrisa inmensa la faja del Consejo Mundial de Boxeo al Campeón de Peso Mediano, pudo ser lo que sabe ser: un tipo heroico, el mejor boxeador de su categoría en el mundo.

Golpe a golpe, verso a verso
Los argentinos, con esta pelea -que podría haber filmado Clint Eastwood – recuperan una fe perdida. Vuelve a tener sentido el box como deporte, como técnica. Los que lo conocían, lo extrañaban. Los que lo vieron la otra noche se hicieron fieles de inmediato. 
         Pero no sólo por haber ganado un campeonato mundial sino por poder creer de nuevo en la gloria de un deporte que les fue querido y que desde la última pelea de Monzón (hace 35 años) mantenía su brillo más en la literatura o en los tangos que entre las cuerdas.
         Celedonio Flores, cuando en los años 30, creo, compuso Corrientes y Esmeralda, que comienza "Amainaron guapos junto a tus ochavas / cuando un elegante los calzó de cross...” se refería al aviador Jorge Newbery, uno de los primeros en practicar boxeo en Buenos Aires, además de esgrima y rugby, considerados los tres, deportes elegantes. Gardel, por modestia, nunca cantó este tango que elogiaba su pinta con la que muchos soñaban.        
         Hubo una época en que la luna rodaba por Corrientes, hasta Bouchard. Ése era el lugar donde resplandecía. Las noches del Luna Park no eran para Charlie García ni para Joaquín Sabina: un cuadrilátero iluminado enfervorizaba a los porteños. El box apasionaba.
         Eran los tiempos de Tito Lectoure, que proyectó a campeones a varios boxeadores, y a quien nunca se vio vestido de otro modo que de traje gris, camisa blanca y corbata azul. Salvo cuando él mismo calzó guantes, pantaloncillos, bata. Una vez –Lectoure era muy joven- fue sparring de Archie Moore, “El Viejo” de imponente fama.
         Algunas mujeres se veían en el ringside (elegantes, cautivantes, dicen que eran) pero ni una sola subió jamás al ring, levantando cartel alguno, como ya se hacía en todo el mundo. Pero no en el reino de Lectoure.
          El Luna Park había aplaudido al Mono Gatica (preferido por Perón), a Justo Suárez (que Cortázar transformó en Torito), y después a Nicolino Loche (no hubo ninguno igual), al trágico Carlos Monzón, al querible Ringo Bonavena, “seguro huésped del Reino de los Cielos” (que, baleado disparatadamente frente a un burdel en los Estados Unidos, llegó a ese reino el mismo día que Zelmar y el Toba).
         Falta ahora que el Luna reciba a Maravilla, que tiene entre sus sueños “una pelea en la Argentina”. Porque este argentino de Quilmes no vive aquí sino en España, donde trabajó duramente para ser el que es.
         Quise escribir esto para perdonarme por haber creído, tanto tiempo, que el box era un espanto. Puede ser que lo haya sido en esos momentos que aún se cuentan, como cuando Luis Ángel Firpo, “El toro salvaje de las pampas”, hizo volar de una trompada a Jack Dempsey fuera del ring, en Nueva York, y porque cayó fuera de la lona no fue considerado K.O. (¡aunque le hubieran podido contar hasta 42!). Recompusieron a Dempsey que subió y lo noqueó a Firpo. Eso fue en los años veinte. Toda la pelea duró cuatro minutos. La llamaron El robo del siglo. Hay muchos cuentos tremendos. Y son ciertos. Pero hay también una tradición de elegancia, a lo Ray Leonard, de técnica, de disciplina, y ése es el box de Maravilla.

                                                                                                       Publicada en el semanario Brecha, MVD, en octubre 2012

         

El feo

El feo

por Ana Larravide

Iba por la calle Serrano hoy, a una cuadra de la placita Cortázar (barrio encantador, con muchas casas bajas convertidas en tiendas, cafecitos, veredas arboladas) y en la esquina de una librería-disquería sonaba la voz de Edmundo Rivero.
Entré a oír más, mirando libros. Terminé por comprar el CD. Trae Araca la cana, La mariposa, Tú, Cafetín de Buenos Aires y otros de los años 50. "Lo compra justo hoy que hace veinte años que murió el maestro" me dijo el de la disquería. Y pensé que entonces hacía ya tantos años que lo entrevisté a Rivero (mi primera entrevista al venir a vivir a Buenos Aires) una noche antes de que empezara su espectáculo. El Viejo Almacén está en la esquina de Independencia y Balcarce, reducido a la mitad desde que se ensanchó Independencia. Tampoco era muy grande cuando entré aquella noche. Los mozos se aconsejaban unos a otros números para jugar a la quiniela. Rivero me recibió en una oficinita, arriba, donde casi parecía no entrar, con su cara de totem y sus manos inmensas. Qué hombre tan parco. Yo me había imaginado una charla llena de anécdotas, fluida, pero nada: había que sonsacarle las frases de a una. Y ninguna tenía más de seis palabras. Cuando mencionó un viaje a Japón ¡qué alivio! pensé que por fin hablaría de corrido cinco minutos:
- ¿Y cómo fue, ese viaje a Japón? - pregunté, feliz.
- Me contrataron y fui a Japón.
Punto. Como si lo hubieran contratado en San Antonio de Areco. Qué desesperación. Pero, aunque no se extendió sobre Japón, dijo otras cosas, muy lindas, como que había que entrenar la voz todos los días (el nunca salía a escena sin vocalizar antes; nunca). Y que las chicas que se presentaban allí para que él juzgara su voz siempre iban con la madre o con un novio, que las ponderaba. "¿Vio que color de voz, qué fraseo?".
Me acuerdo de sus ademanes elegantes, que quedaban torpes por su tamaño de king kong pero mantenían como una gracia interna a pesar de todo. Un caballero.
Cuando concluimos la nota me dijo si quería quedarme al espectáculo y me quedé al comienzo.
- ¿Que le gustaría que cante?
- El último organito.
- ¡Pero cómo no!

Y al poco rato, en la media luz del Viejo Almacén rodaban las ruedas embarradas... Y fumó el ciego, sentado en el umbral. Me despedí casi enseguida. Me acompañó a la puerta (una puerta chiquita, sobre Independencia, donde nos dimos la mano y las buenas noches. Era como la una de la mañana. Por entonces yo vivía a dos cuadras de allí, en Paseo Colón y Carlos Calvo así que ¿cómo iba a irme, si no caminando? Tranco tranco por Paseo Colón, sólo se sentía el ruidito de mis botas sobre la vereda. Se acercó un taxi al cordón y el chofer me preguntó si quería tomar un café. No, no, gracias, recién termino de trabajar. ¡Por eso mismo! aprobó él. En fin, que fui escoltada las dos cuadras por un auto amarillo y negro, a paso de hombre. Nos despedimos, lo más amigos, en el 1019 de Paseo Colón, una puerta de blindex iluminada. Al entrar en el ascensor sentí el zumbido y el clic final del grabador al apagarse. Lo había traído prendido por querer guardar hasta las últimas palabras de Rivero. Al entrar en casa pude hacer ostentación del único cargue grabado de mi historia.

El noble arte de no hacer


“La ociosidad es madre de la vida padre.”  Grafitti madrileño.



El placer de no hacer

por Ana Larravide



"Además del noble arte de hacer, existe el noble arte de no hacer.
La sabiduría consiste en darle a ambos su lugar", proponía Lin Yutang,
filólogo chino y cronista de costumbres (chinas e inglesas,
que no difieren tanto de las nuestras).


Esa sensación que reconocemos a diario en lo más íntimo de nosotros mismos -lugar de ronroneo personal, placer por estar vivo, estiramiento muscular y regodeo mental-, esa gozosa libertad -señoras, señores, niños- es legítimo derecho inalienable. Si no lo ejercen, recupérenlo.

No se dejen amedrentar por voces prejuiciosas ni, menos, por la voz de la conciencia (en el caso de tener una conciencia influida por nociones industriales). No crean que la Pereza es la madre de los vicios. Al contrario: es difícil que entren los vicios donde la simpática Pereza juega, curiosea, silba bajito, se integra con la naturaleza.
Donde ella esté habrá quien mire desprenderse una manzana de un árbol y se pregunte por qué no queda flotando en el aire. Y quien escuche a los pájaros y procure imitarlos. Habrá buen humor, charlas ingeniosas entre amigos, de ésas sin finalidad aparente. Y también silencios tranquilos. Habrá caricias sin apuro. Habrá siestas, lecturas, bromas. Miraremos la vida como se mira a veces desde la ventana de un bar: filosóficamente, sin ansiedad, sintiendo ese afecto impreciso y tolerante por los otros parroquianos, por el mozo y hasta por las moscas. Haremos preguntas sobre la inmortalidad del cangrejo y otros tópicos tanto o más interesantes. Disfrutaremos lo que haya alrededor, sin ansiedad por ver lo que hay detrás de la próxima esquina. Nos quedaremos al sol (en estos días de tan agradable sol de otoño). O debajo del acolchado, cuando afuera hace frío y llueve tanto. Y, como a la Pereza también le gusta desperezarse, probablemente de la pereza bien vivida resurgirán los paseos sin rumbo, los bailes con acordeona, el juego de pato, los clubes de bochas, los almuerzos campestres y quien los pinte. Como no estaremos cansados seremos más sanos y más amables. No habrá guerras (esfuerzo impuesto por otros, en busca de algo que ellos quieren y a uno no le interesa) ni se producirá nada innecesario por el sólo hecho de producir.  



Elogio del ocio
Para no excederme, haciendo lo que ya está hecho (otros han reflexionado más y mejor sobre este tema vital en sus ratos de ocio), citaré perezosamente pensamientos ajenos con el fin de disipar resabios, en quienes los tengan, de una educación demasiado industriosa.
“-Algo malo debe tener el trabajo, o los ricos ya lo habrían acaparado.”  - Cantinflas.
“-¿Usted dedica muchas horas al ocio creativo?
 -No tantas. La mayoría se las dedico al ocio, nomás.”  - Roberto Fontanarrosa.
“-El trabajo consiste en lo que uno está obligado a hacer; el juego en lo que uno no está obligado a hacer.” - Mark Twain
 “-Oh, pere­za, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!”  - Paul Lafargue (marido de Laura Marx, hija de Carlos), que escribió “Le droit a la paresse”, polémico en su tiempo y aun hoy.
En fin, agrego: por mucho que nos lo dijera nuestro abuelito y nos lo dijera nuestro papá, aquello de “trabaja niño, no te pienses que sin trabajo vivirás” olvidémoslo siempre más, como aconseja José Agustín Goytisolo.
O, mejor que olvidarlo, evaluémoslo.  Para eso podemos recurrir a Bertrand Russell que planteó, en “Elogio de la ociosidad”:  “El ocio es bueno; es esencial para la civilización. Sin una cantidad considerable de tiempo libre nos vemos privados de muchas de las mejores cosas. La noción actual de que las actividades deseables son las que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. Concedemos poca importancia al goce y a la felicidad sencilla.”


El país Cucaña
No propongo que vivamos en Jauja o El país de Cucaña, del que tantos escritores y pintores dieron su visión, ni quiero hacerles tirar por la borda lo cotidiano y vivir al revés. 

En Cucaña los cerdos correteaban ya asados por los campos, de los árboles colgaban pasteles, los ríos eran de leche y miel y los huevos llevaban puesta la cucharita para ser comidos al paso. El cuadro de Brueghel donde duermen su empacho el campesino olvidado de sus herramientas, el soldado de sus armas y el clérigo de su libro de oraciones no es el ideal del ocio, es su exageración. Igual que los tres días de Carnaval, para los cuales “se trabaja el año entero” como resume Vinicius de Moraes. 
Como todo desquite de una situación largamente sufrida, Cucaña (puro ocio sin siquiera tener que trabajar para comer) o el Carnaval (cuando disfrazados de rey o de pirata se puede vivir la fantasía de sólo divertirse) parecen dar mucho. Dan poco. Y cobran caro. La glotonería desenfrenada enferma. No saber divertirse de otra manera que disfrazados de otro, también. 
Es hora de educarnos para el ocio, tanto o más que como se capacita para trabajar.
De saber disfrutar del ocio depende en buena parte nuestra salud. Y nuestros afectos. Los viviremos mejor si valoramos “el noble arte de no hacer” y nos volvemos capaces de estar en compañía sin necesidad de estar seudo-ocupados yendo a un club, a un shopping, a ver un partido o mirando televisión si todas esas actividades las hacemos por tapar la supuesta culpa de no estar ocupados en otra cosa que decir lo que sentimos o deseamos, o quedarnos callados en amable compañía, sin mirar el reloj.
- “Seamos perezosos para todo menos para amar, beber y ser perezosos.” –proclamaba el dramaturgo Gottlieb Lessing.  Filosofía que sumó adeptos rioplatenses, como el “Haragán”, de Manuel Romero, a quien su mujer reprochaba: “Te gusta meditarla / panza arriba, en la catrera / y oír las campanadas / del reló de Balvanera. / ¡Salí de tu letargo! ¡Ganáte tu pan! / si no, yo te largo... / ¡Sos muy haragán!”
Más expeditiva, la letra del tango de Enrique Cadícamo, increpaba: “Che, Pepino / levantáte' e la catrera,/ que vi'a quemar el colchón./ ¿Querés qué me deschave / y diga quién sos vos? / ¡Vos sos, che, vagoneta, / el que atrasó el reloj!” 
Dicho sea de paso: al reloj en lunfardo se lo llama bobo, porque trabaja todo el día y no cobra. 
La misma indiferencia o tirria por los relojes siente –e intenta contagiarla- Joaquín Sabina: “De nueve a dos, de cuatro a seis / ¡yo que he nacido para rey / trabajando, por dinero! / ¿Y si te quitas el jerséy / y nos sacamos otra ley del sombrero? / Diles que no piensas fichar: / pon el reloj a la hora de los locos de atar.”
 
Peces y vacaciones
Muchos conocen el cuento de aquel pescador de Bahía al que un millonario, durante sus vacaciones, veía pescar tres peces diarios. Comía uno, vendía los otros y después se desperezaba al sol. -¿Por qué no pesca más? -No me hace falta. -Si pescara más, podría poner una pescadería, luego una planta pesquera, una gran empresa... -¿Para qué? -Y, hombre, ¡para tomarse, como yo, unas buenas vacaciones al sol en Bahía!... Entonces, sin decir nada, el pescador se quedó mirando al millonario, sonriendo.
El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es, frecuentemente, consecuencia de la tranquilidad –remachaba Bertrand Rusell en su Elogio. Y aseguraba que estaría buenísimo que todos dedicaran cuatro horas de la jornada al trabajo, y el resto... al ocio. “Ser capaz de llenar el ocio de una manera inteligente es la última finalidad de la civilización.” –alentó.
No es que el trabajo carezca de placer, sobre todo si nos dedicamos a uno que en si mismo lo entraña, como cultivar un jardín, cocinar, cuidar niños, investigar, diseñar, entretener, curar o cualquier cosa que haga feliz a quien la practica. Pero cuando el trabajo es una adicción o un medio para alcanzar determinadas metas gratas (generalmente vinculadas al buen vivir) vale preguntarse si equilibrando trabajo / ocio esas metas no podrían alcanzarse mejor.
Si hasta en la música la armonía es posible porque hay calderones (espacios silenciosos entre períodos melodiosos) ¿por qué empeñarnos en dar activamente la nota a toda hora?
En algunos países europeos una opción laboral que se plantea a quienes quieren aceptarla es trabajar la mitad de su horario, con un sueldo algo superior a la mitad de lo que ganaban. El resto de su tarea queda disponible para otro, a quien capacitan para realizarla. Consiguen así menos gente agotada y menos desocupados. El plus que el Estado paga a la media jornada puede significarle menos que los costos sociales por desocupación. Este sistema no se impone como obligatorio, porque ya se sabe que las personalidades son distintas y algunos sólo están en su salsa trabajando; pero es una opción para quienes por mil motivos prefieren menos dinero y más tiempo libre para su familia, para estudiar o para tomar el fresco.

 
“Ser todo naturaleza
ser el paisaje que anda”
El proverbio castellano que sermonea “Ocio y soledad, para las malas acciones dan libertad” choca contra el castellanísimo Don Quijote, que gracias al ocio pudo entregarse a los libros de caballerías. No fueron su mal, sino su bien; ya que los disfrutó y lo animaron, viejo y todo (lo era con sus cincuenta años, en esa época) a darse a la aventura, ilusionarse con sus “agradables pensamientos”, sentir “extraño gusto con ellos” y vivirlos. Don Quijote quería alejarse de una vida poco emocionante y experimentar placeres. Cultivar las virtudes caballerescas y amar a Dulcinea lo hacían feliz. Y también aconsejar a Sancho, en elegantes charlas de ésas que sólo pueden darse perezosamente. Así -al paso más que al trote- discurseaba y consideraba que “imaginar los nombres con la consonancia y buen sonido que piden las cosas nuevamente halladas es obra de hombres heroicos y de alta consideración.” Por cierto que él lo era.
Es notable que esos discursos no fueran pronunciados en una universidad ni en un púlpito sino por los caminos de España (caminos que hoy son recorridos turísticos, llamados La ruta del Quijote) y que el caballero andante los pronunciara, tan campante, en plena naturaleza.
Nunca hubiéramos conocido tales discursos si Cervantes no hubiera vivido el ocio forzoso de su cárcel y no hubiera lanzado a Don Quijote, cuando “apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos... tan contento, tan gallardo, tan alborotado por verse armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo”.
Con el mismo contento ocioso, me parece, en versión más criolla,  el oriental Ruben Lena escribió su preciosa canción Pa´l Laucha: “Perderme yerbal adentro /  bajo un cielo de pitangas / y tirado panza arriba / dejar que converse el agua.”
 




Maneco (II)


De las nueve en adelante

Ana Larravide


Durante casi todas las mañanas del año 1972, hasta agosto -cuando nos casamos Juan y yo y vine a vivir en Buenos Aires- Maneco pasó a buscarme por casa a las 9 en punto.
Por primera vez en muchos años (había perdido las elecciones, ese noviembre de 1971) se encontró con que su oficio -durante años, la política- seguía siendo, siempre, el periodismo. Encontró tiempo, además, para unas ganas postergadas: escribir un libro.
Desconfiaba de perseverar si no asumía, eso de escribir, como un compromiso con alguien. Para eso serví:
- ¿A las 9?
- A las 9. 





Yo bajaba con el block (nada de pecés portátiles, en aquel tiempo) y con la alegría de saber que esa mañana, aparte de escribir algunas páginas como él quisiera, habría algo más: aparecerían Vallejo, Bergamín, Don Pepe Batlle yendo a visitar a la cárcel al anarquista que le había puesto una bomba en el camino, Valle Inclán... o ¡quién sabe quién!
A veces no eran fantasmas literarios o históricos los que aparecían sino que, por La Fiaca, Valerio o El Chivito de Oro, pasaban en carne y hueso sus amigos. Esos días, escribíamos menos.
Lo primero que hacía era comprar cuatro paquetes de Nevada, que le alcanzaban para el día. Y pedir su café, largo, en vaso.
Era la época de los pancitos de azúcar Rausa. Yo le ponía uno a mi taza y los otros dos me los comía a lo potrillo, según él.

"Alba de Tormes" fue una novela inconclusa. El block con los primeros capítulos, quién sabe dónde habrá ido a parar. En su argumento se mezclaban continentes y generaciones y, con la mayor naturalidad, los muertos visitaban a los vivos. Un par de años después recibí de Maneco una carta con estampillas españolas "¡Ana! ¡Estoy en Alba de Tormes! ¡A su catedral le falta el techo: como una novela, quedó sin terminar."
En cambio, "El Senado" tomó forma en una semana (en el bar de la Galeria del Notariado). Obra de teatro abierta, proponía que a la entrada se le diera a cada espectador una toga y el derecho a intervenir en la obra. ¿Cómo evitar el caos? Por un sistema que Maneco conocía de sobra: pedir la palabra. La concedería o no un actor, presidente del Senado. Así, la obra, aunque sobre un determinado guión, podría ser distinta cada noche. Los espectadores pasarían a ser participantes, capaces de influir -por palabra o por omisión- en los graves sucesos que planteaba la escena. ¿Dónde estará, "El Senado"?

Una de aquellas mañanas -era el verano entre el 71 y el 72- entre el primer y el segundo café en Valerio, pasó por la vereda un hombre conocido. "¿Te enteraste, Maneco? ¡Han matado a dos!" y siguió, consternado. No pasó mucho rato sin que en dirección contraria por la misma vereda asomara una señora, también conocida: "¡Qué horror, ¿viste? ¡Mataron a tres!"... No me acuerdo cuál de los dos, él o ella, al decir "dos" o "tres" esa mañana, se refería a militares o tupamaros. Pero me acuerdo de Maneco diciendo "Qué espantoso. Hoy han muerto cinco personas. Cinco uruguayos con ideas distintas. Cinco tipos que deberían estar vivos, en este país, esta mañana. Y los que nos dicen "murieron dos, murieron tres" no cuentan a los adversarios. Qué horrible, considerar que el enemigo no es persona."

Maneco Flores Mora murió el mismo día en que se reabrían las Cámaras en Uruguay, cerradas once años. Si en vez de decir "velar las armas" se pudiera decir de alguien, "veló la libertad" durante la dictadura, habría que decir eso de él. Desde el semanario "Jaque", cada viernes, cada contratapa era una ventana abierta al aire fresco. Nos hacía acordar a todos de que había otra forma de respirar. Y no era ninguna pavada hacerlo, entonces.

A veces pienso si fueron los cigarrillos Nevada o los años aquellos, los que le enturbiaron los pulmones. Hubo una operación, que "salió bien" nos decíamos contentos, unos a otros. Pero la voz le iba saliendo más baja, algo más ronca "Ya no puedo decir discursos... más que al oído de las damas", se hacía burla. Se identificaba con un jugador de fútbol al que llamaron, por su largo aliento, "Sietepulmones" a quien, en un reportaje -para empezarlo en broma- el entrevistador amagó: "-¿Así que usted tiene siete pulmones?" "-Nooo... -dijo el hombre, con suma modestia- tengo uno, como todo el mundo".

Con su pulmón enfermo y otro resistiendo, con su voz flaca y ronca que no se callaba (porque "quien calla lo que ve, lo consiente"), su mirada magnífica, su espalda derecha, sus zapatos viejos, aguantó vivo su cáncer y la dictadura. Terminaron juntas, ambas cosas tremendas. El 15 de febrero de 1985 el Uruguay volvió a la democracia. Y, mientras muchos leíamos, esa mañana de verano, la contratapa que escribió horas antes recordando a su amigo Mario Arregui, murió Maneco Flores.

Mario Arregui, exquisita persona -los que lo conocieron saben por qué digo que lo era- y Maneco se fueron casi juntos del Uruguay que amaron. De ese Uruguay de discursos opuestos, pero posibles. De un Uruguay donde si Flores tenía que hablar en una plaza y no le funcionaban los micrófonos, venía Arregui con los parlantes del Partido Comunista (que siempre funcionaban bien) y se los prestaba para que las palabras batllistas de su amigo pudieran ser escuchadas por todos los que quisieran.

Maneco -que me parecía tener la edad de un padre cuando me hizo falta y esa edad no era tanta, ahora que veo- nos mostró a varios de mi generación (a quienes nos tocó tener veinte años en una época difícil) que es muchísimo mejor elegir el amor que el espanto. Nos ayudó a encontrar motivos para el amor en los libros, en la gente, en la vida y nos enseñó, como quien cuenta cuentos, pero contándolos apasionadamente, la historia de un país -no de un paisito, por más que valga el cariño del diminutivo- de un país. El nuestro.

No se cansaba de sacar de su larga memoria pedazos de historia que nos regalaba para que nos resultaran familiares, amados, valorados. Sabía porqué lo hacía: "Cada cual sabe a qué sirve y qué busca. Yo busco el país que fue porque sé que es el único país que será".


No voy a repetir frases como ésa, que pueden encontrarse en la edición de sus "Contratapas" hecha por Jaque o en el grueso tomo editado por la Cámara de Representantes en 1986. Copio el final de una carta, que aunque me llegó a mí puede tomarla quien quiera, cuando le venga bien, como propia. Dice: "como te escribo desde Oxford no te digo que, al pasar por Buenos Aires, te encontré loca como una cabra sino un poquito alterada. Ana, Ana... no te compliques: hacé todo, siempre, pero bien. No dejes de hacerte un hueco grande en el día y usálo para pintar. 
Flaneá. Esa ciudad es divina, también. Nunca estés triste. Esto es casi una obligación que tenés para conmigo: que uses la cara con que te recuerdo: sonriendo."


Ana Larravide, enero 2001
 

El País, suplemento Cultural

Maneco (I)

Eulalia y Maneco


Maneco tenía un proyecto de cuento que iba a llamarse -se llamaba- Las imágenes de Eulalia. Lo fascinaba la verdad de la multiplicidad. Eulalia iba apareciendo a pantallazos de lo que había sido para otros: él o los que la amaron; quien la vio un día desde la ventanilla de un ómnibus y nunca más; el que levantó el tubo del teléfono y supo de su voz al otro lado; la carta suya, de algún año, encontrada en un cajón.
Ésa, casi infinita, era Eulalia.                                                                           
No volvimos a hablar de ella durante años, hasta el verano que me deslumbró Maneco con la teoría del big bang: imágenes navegando en el espacio, recuperables quizá al rebobinarse el tiempo, en los latidos de contracción y expansión del universo. 


Mi padre tenía el buen humor y la gentileza de llamarnos a veces "la menor de mis hijas predilectas" o "la mayor de mis hijas predilectas" a mi hermana y a mí que somos, sin mucha posibilidad de preferencia, sólo dos.
Los que queremos a Maneco no somos dos sino incontables, pero nos regaló a cada una tal dosis de afecto, atención y unicidad que todos nos hemos sentido predilectos. Y no nos equivocábamos: hay personas que tienen uno o siete amigos del alma; a Maneco le desbordaba el corazón de gente que le llenaba de felicidad encontrar, compartir cinco minutos, una tarde o si fuera posible toda la vida, con cada uno.  Ir con cada amigo a todos los museos de España o a todos los boliches de Montevideo o mostrarles abiertos todos los libros que lo entusiasmaban, creo que le hubiera encantado. En realidad -o a fuerza de imaginación- lo hizo, tanto como es posible: con unos caminó por ciertas veredas, a otros nos las dibujó en servilletas de papel con su lapicera rápida, de trazo siempre negro y fino... dos líneas paralelas: el bulevard Saint Michel... aquí, un cuadradito: el café de Flore. Y, por él, uno sabe cómo es estar recién llegados a París en invierno, desayunando medialunas en un café junto a una ventana que encuadra la noche, y va amaneciendo nevando, y empieza, así, a entreverse Notre Dame. En librerías de viejo nos presentó a Fray Bartolomé de las Casas, al Marqués de Bradomín ("¿Te enteraste -me dijo el otro día- de que el rey les dio, a los descendientes de Valle Inclán, el título de marqueses de Bradomín? -y sonrió- ¡qué divino!"), a Charles Nodier, a inquisidores y brujas, a Melián Lafinur, a Tristán e Isolda. Las personas eran para él lo más disfrutable del mundo: hacer cuentos de personas -absolutamente ciertos, pero vistos por él de un modo que los hacía cómicos o tiernos o pasables a la historia- era una de sus formas de vincular, familiarizar, una generación con otra, un amigo con otro: primero iba dando fogonazos de alguien, hablando de quien fuera de un modo que contagiaba el cariño y la proximidad. Y de pronto un día nos reglaba al del cuento en carne y hueso: "Esta noche vas a conocer a Paco." Y conocí a Paco Espínola. "Éste -y nos enfrentaba a una montaña con nieve allá arriba"- es Tola Invernizzi." "Llamá a este número y decíle al Nene que vamos para allá. ¿Pero, cómo qué Nene, estúpida?: ¡Bonardo!... Vas a ver que lo primero que hace es tomarme el pelo por los zapatos: ¡Todavía ésos, Maneco!"
Los libros, (que también son personas: "Lo tocás a Batlle con la mano!" decía del último libro de Barrán) y los lugares, eran para él de una calidad magnífica, distinta a lo que pueden ser para otros: podía venir de San Antonio de Areco en la Provincia de Buenos Aires, contándolo como si viniera de París, por haber encontrado "¡Un museo, que me había dicho Menchi Sábat que tenía Figaris notables, y los tiene!" Allí mismo había escuchado a cuatro payadores versear sobre "mi overo, mi azulejo... Y que, oíme, después (de gauchos y con guitarras) se subieron apretaditos en un Fiat!" 
¿Cómo cuestionarle el posible encanto de San Antonio de Areco? Mucho menos, el que le encontró a un lugar donde -como podría haberlo hecho cualquiera de ustedes- lo acompañé una mañana de hace un par de veranos. Una mañana idéntica en sol rajante y cielo limpio a ésta de hoy allí mismo...
Habíamos quedado en encontrarnos ("porque antes de que te vayas a vivir en Buenos Aires tenemos que recorrerlo juntos") en el bar del Seminario. Desde allí, por las viejas veredas de Yaguarón con balcones de hierro, con sombra de plátanos y lunares móviles de sol, en las baldosas, fuimos bajando hasta el Central. Entramos como en lo de unos amigos. Había apenas gente y, a la luz de aquella mañana, era el lugar más lindo del mundo. Verde, blanco, radiante. Llevándome casi a remolque, nunca a paso melancólico; inquieto, rápido, me mostró ángeles de mármol ("Ese, con el brazo levantado, el de Rosell y Rius, qué precioso, es como para empezar el guión de una película"), figuras que le resultaban de una ternura especial por algún detalle (como el marido de Manuela Mussio, casi al entrar -"fijáte en la manito"- o la capilla de Renée Pietracaprina  -"Pobrecita"- a la que se refería, como desde el jardín de enfrente, apoyándose en el ajedrez negro y blanco de una lápida vecina). Otras -dijo- le gustaban "de chico", como los cañoncitos de bronce y los soldados liliputienses al pie del monumento de un general de barba puntiaguda. "Estos son los dos lectores de todo el cementerio, y están juntos": el escultor había contado con una foto antigua, de ésas en que el muchacho apoya el codo en un pedestal y el otro brazo, extendido a lo largo del muslo, sostiene un libro; exactamente al lado, la figura de un hombre ya mayor, con el libro solemnemente abierto.
Esos “dos lectores" son vecinos de enfrente del panteón de Flores. En una callecita que los separa hay una lápida plana, ajedrezada, sin nombre y con grietas, apenas acompañada por unos pastos con flores minúsculas creciendo en ella. Un poco más allá, la que sostiene una flor con el brazo extendido: "es igual a Concha, en la Sonata de Otoño. ¿Ves aquel, contra el muro, cerca del portón al mar?" -un nombre entre aldabas de bronce: Agustini- "allí, Delmira. ¡Y éste que ves fue, de todos los que están aquí, el más vividor, mujeriego y juerguista... mirá ese monumento!": unos ángeles con velos, como odaliscas, sostienen o dejan caer una catarata de rosas bajo el busto sonriente y de mostachos en punta de Jaunsolo que, por el sol, parecía guiñarnos el ojo.
Unos pasos más allá, se detuvo frente a la última, la más preciosa y conmovedora: una lápida sencilla y sólo una cabecita de piedra que retiene para ser mirada, levantando a ras de tierra hombros, cuello y mirada, convenciendo con su sencillez y su misterio de que todo es así, como ella.
Si la realidad está en la multiplicidad qué realidad enorme, cálida, interminable, la de Maneco. A cada uno se nos agolpan las imágenes de Maneco, la voz ronca, las manos flacas, los agujeritos en el pulóver de la época en que fumaba y quemaba todo. Unos le conocieron sólo la mirada de la pequeña foto en Jaque cada viernes, que era sólo una de sus mil cuatrocientas formas de mirar. Otros lograron descifrar, a través de Rayos x, una imagen que también era Maneco, y fue la única mala.
Las imágenes de Eulalia nunca llegó al cuaderno de apuntes como Alba de Tormes o El Senado o Trastamara o el límite (donde Juana la Loca preparaba complicados tableros con figuras de marfil alrededor de sus habitaciones, enterada de que a la muerte le apasionaba el ajedrez). Pero (cuento no escrito) responde a lo que Borges en un poema suyo (creo que La rosa) descubría como lo esencial en literatura: "sólo se puede mencionar, o aludir".Y eso es lo que hoy estamos haciendo entre todos: mencionando o callando, aludiendo, acercándonos a nuestras imágenes de Maneco y llorando.                                                 
                                                                                                     
 Jaque. Montevideo, febrero 1985





Maneco Flores, en el apartamento de Constituyentes, febrero 1985.

Shampoo y Marcha


Acerca de Gilio (1922/2011)


El semanario Marcha se publicaba en Montevideo bajo la consigna Navegar es preciso. María Esther Gilio remó en sus páginas durante décadas. El 27 de agosto, en Montevideo –esa ciudad empeñada en llamar mar al río–  se me ocurre que debió decir, como los marineros fenicios al morir: “Madre mar, entrego el remo”.



                   Sampoo y Marcha


por Ana Larravide


Con su melenita de oro como la del tango, sus gabardinas flameantes, su imprescindible Ventolín y sus botitas a lo John Lennon atravesó décadas grabador en mano.
Cuando elaboraba lo recaudado en sus cassettes (jamás etiquetados y a veces confundidos) organizaba los diálogos como si fueran obras de teatro: visualmente efectivos, con ritmo casi musical, levemente mordaces y siempre con vislumbres de humor y de ternura.
Dotó al oficio de una belleza infrecuente, convirtió una entrevista en algo tan lindo como charlar en un bar con un amigo (aunque se hable a veces de temas dolorosos) o como asomarse por la ventana y escuchar a los vecinos. Amaba su tarea. Nos convenció con su ejemplo de que trabajar es sinónimo de alegría.
En Marcha –que después fue Brecha- sus textos eran reconocibles a la primera ojeada: sus frases cortas -como en escalerita en las columnas- contaban más, sugerían más que cualquier descripción minuciosa. Sus entrevistas serán siempre un tesoro.

I. Collage
Trato de escribir en tiempo pasado y ya veo que no podré. Hay personas rebeldes al cambio verbal en nuestra vida. Gilio vivió en casa una semana por mes durante muchos años. Y sigue por aquí en los brindis, en las recetas de guisos carreros que repetimos, en el espantoso batón verde con un dragón dorado en la espalda que me regaló, y que quiero tanto (la seda ya está a punto de rasgarse) que al final me he convencido de que es precioso y que con él parezco un cuadro de Matisse.
No es para mí lógico hacer su necrológica. Sólo puedo regalarles esta especie de collage. Encuentro papeles... uno es algo que le escribí para que se propusiera al Premio Trayectoria (pero le pareció poco serio). Otro papel, que se llama Sin flash lo escribimos juntas hace años con mi hija menor, riéndonos a carcajadas... Y, si hubiera lugar en El Arca, agregaré fragmentos de algunas de sus entrevistas, porque no hay nada como el tono de una persona –el tono de su voz- para reconocerla.



II. ¿Premio Trayectoria?

Cuando el padre de María Esther Gilio –que en los años 30 era una niña- se despedía de sus amigos después del primer café calándose el sombrero y diciendo “voy a llevar a María Esther de paseo en la chalana”, ellos quedaban entre diarios, humo de cigarrillos y más café imaginando una especie de cuadro de Monet en el verano montevideano: el padre remando y la niña vestida de piqué blanco sentada en la popa, acariciando el agua con su manito, bajo el liviano sol de la mañana...
         No crean que era así.
         El señor Gilio se había propuesto enseñarle a nadar a su hija. La Isla de las Gaviotas queda a escasos cien metros de la playa Malvín, la playa más plana de Montevideo. ¿Qué mejor, para enseñar a nadar a una niña, que atarla con una cuerda de buen largo a la popa de un bote y remar suavemente de orilla a orilla? Ella chapoteaba, hacía gárgaras, resoplaba, en medio de la estela espumosa.
         Y llegaba.
         En la isla, el joven remero la secaba enérgicamente con una gran toalla murmurando “muy bien, muy bien” bajo el asombro de las gaviotas. María Esther no recuerda muchas otras aprobaciones venidas de aquel padre. Eso sí: aprendió que no hay que hundirse en circunstancias difíciles.
         Pasaron los años y aquella nadadora es- en las dos márgenes del Río de la Plata- ejemplo de periodistas y maestra en su arte de entrevistar. Sigue levantando el tubo del teléfono -al pedirle a un actor, un escritor, un psicólogo, un par de horas de su tiempo- con la misma timidez corajuda de la primera vez. Sonríe encantada al terminar el llamado, diciendo embelesada: “¡Aceptó! ¡Y me conocía! ¡Dice que leyó entrevistas mías!”. Siempre se sorprende porque, aunque se llama a si misma La Famosa Periodista, nunca se lo termina de creer.
         Un día me crucé con el músico Ariel Martínez en el barrio de Colegiales, en Buenos Aires. Hacía muchos años que no nos veíamos. Lo primero que me dijo fue “¿Te acordás Ana de cuando decías que tus gastos fijos eran shampoo y Marcha?” Me reí mucho, porque sí, a mis diecisiete tenía pelo largo (mi apuesta a la belleza) y mis cortas finanzas se dividían en cuidarlo y comprar Marcha. Siempre estaré agradecida a Marcha por su bondad de abrir ventanas al mundo cuando uno todavía no podía comprar libros... y, en Marcha, lo primero que quería leer eran las entrevistas de María Esther. En cada una venía un mundo en frases breves. Me parecían guiones de pequeñas obras de teatro. En todas, el humor implícito, los detalles de la vida, conseguían que una persona desconocida pasara a ser amiga de uno: Ringo Bonavena, Isabel Sarli... personas como cuentos.
         Ahora, que además de shampoo debería comprar tintura para el pelo y puedo por suerte comprar libros, sigo leyendo a María Esther. Ella sigue publicando en Montevideo y Buenos Aires, a todo vapor y, mientras trabaja se siente, dice, “en una pompa de felicidad”. Empieza el día tomando té y tostadas, sentada a su mesa cuadrada, frente a la terracita que convirtió en jardín botánico. A un lado el teléfono y la libreta amarilla (si en ese momento no se le perdió). Las biromes Bic, el grabador, los libros, los papeles con escritura que trepa hacia arriba, llenos de tachaduras. Música brasileña, casi siempre, o Piazzola. Sí, ese lugar es la felicidad.
         Hay mucho andado ¿o nadado? antes. Hay una carrera de abogada. Hay dos hijas, cuatro nietos, hay un permanente ex marido (Darío, mencionado a diario), hay tanta gente que la quiere y que hoy 3 de junio le estará diciendo “parabems pra você”.
         Hubo, una vez, una propuesta de un amigo periodista: que ella hiciera una nota sobre el pintor De Simone, para el diario La Mañana. “Yo no iba a hacer una nota crítica sobre De Simone, imagináte. Para buscar información sobre él conversé con gente que lo conoció. Trabajé sobre eso.” Cuando Carlos Quijano vio esa nota la llamó para trabajar en Marcha. La primera entrevista que hizo para ese semanario, en 1966, fue al pintor Gonzalo Fonseca. Siguieron otros trabajos. Uno, conversaciones con prostitutas. Otro en la colonia psiquiátrica Etchepare, otro sobre el Consejo del Niño (niños abandonados) y en el 69 realizó una serie de trabajos sobre los presos políticos. Como era abogada pudo visitarlos en la cárcel. Quijano los publicó con el título “Para la comisión del Senado que estudia las torturas de la policía”. Ese trabajo después formó parte del libro que, presentado en Casa de las Américas para el premio Testimonio, lo ganó: “La guerrilla tupamara”.
         Gilio persistió en los temas sociales desde entonces. La consecuencia no fue otro premio. Era 1972. Una bomba estalló en la puerta de su casa. Aquella tan linda casa, con hijas, con vecinos que festejaban año nuevo en la vereda, aquella casa con vista “al mar” como decimos los orientales; aquella casa con puerta rodeada de azulejos. En esa puerta estalló una bomba. Se fue de Montevideo. Exilio. Primero en París y pronto más cerca, en Brasil, poco fue lo que pudo trabajar como periodista (entrevistas callejeras que luego formaron parte del libro Terra da felicidade. La ironía del título, que va junto con el agradecimiento y el amor por esa tierra, la conoció en carne propia en esa época trabajando con dureza -como tantos  para quienes la felicidad sólo parece “la gran ilusión del carnaval”- haciendo ropa (túnicas) para vender en las playas. Tiempo difícil. Cuando pudo estar más cerca, en Buenos Aires, siguió trabajando, en la revista Crisis. Allí publicó “Los desterrados” (un trabajo con bolivianos, paraguayos, chilenos y uruguayos), entrevistó a Borges y –escuchando hasta lo no dicho- a Aníbal Troilo.
         En Argentina  recibió el premio de TEA: Una manzana para el maestro. Cuando concluyó la dictadura regresó a Uruguay.
Desde entonces Brecha, Cuadernos de Marcha, el Cultural de El País -y en Buenos Aires, Página 12- publican sus trabajos de proyección social, cultural, política. ¿Libros? Varios. Además del citado Premio Casa de las Américas y el de las entrevistas en Brasil, publicó “Emergentes”, “Protagonistas y sobrevivientes” “Entrelíneas”, “Retazos de la memoria” “Anibal Troilo, Pichuco” con prólogo de Juan Gelman, y “Construcción de la noche” (libro compartido con Carlos María Domínguez) donde ella reunió sus conversaciones con Juan Carlos Onetti y que hace poco paseó hasta España, convertido en obra de teatro.
         Esta es una parte de la trayectoria de María Esther. Ustedes juzgarán si merece premio. La otra parte, por la que quisiéramos darle premio todos los que la conocemos, es su tozuda alegría de vivir, su enamoramiento por cada trabajo que emprende, su buen humor y su magnificencia de mujer con maestría para hacer guisos gloriosos (con lo que haya), casas armoniosas (abriendo una ventana por aquí, pintando un mueble, regando algunas plantas), ropa ingeniosa y elegante (con lo que a alguien le quedó chico o grande), su tiempo para escuchar, para observar y para no callarse lo que escucha y lo que mira. 
         Marcha tenía como insignia: “Navegar es necesario”.
La niñita –aunque tal vez en aquellos chapoteos detrás de la chalana adquirió para siempre la costumbre del asma- cumplió ¡que no ni no! con lo que se propuso enseñarle su padre. 


III. Sin flash

Las cosas todavía bailan en el aire -el teléfono, las tazas, el diario, las cucharas- van cayendo en vaivén, como hojas de otoño. María Esther se fue. Es como un remolino... como una obra de teatro, un cuartel de bomberos, un restorán en marcha, una niña perdida, una sabia, una cabeza de novia.
-¡Mi aparato del asma! ¿No lo viste?
- Fijáte al lado del teléfono.
- ¡Ah, sí! ¡Aquí está! Voy a llamar a Página 12... ¡Hola! ¡Soy María Esther Gilio. ¿Me puede pasar con los maravillosos señores que le pagan a los colaboradores?... ¿Roberto? Habla María Esther... tengo dos notas para cobrar, a dos psicólogos ¿te acordás? Ah ¿no sos Roberto? ¡Alberto, digo! ¿Se fue a almorzar, Alberto? Bueno ¿y quién habla? Mirá, Oscar, yo soy María Esther Gilio y tengo... ¿Cómo que sólo una? Tendría que cobrar dos, fijáte bien Roberto: tengo que pagar un pasaje, porque me voy al Africa, y no puede ser que no estén para cobrar, esas dos notas. ¿Las facturas? Ay, no: en Montevideo. ¿Te las puedo mandar después por fax? ¡Gracias Oscar!”
         Esta vez María Esther no se fue al África, como siempre quería. Ni a Montevideo. Se fue a charlar con Onetti, con Troilo, Bonavena...
¡Gilio, Gilio..! Cada uno tendrá sus recuerdos, y dirá: ¡gran entrevistadora! ¡qué mujer genial! ¡qué rico que cocinaba! ¡qué simpática! ¡qué atolondrada que era!  ¡cómo le gustaba hacer reír! ¡qué valiente con sus miedos! ¡qué alegre! Todo es cierto.
         Para mí hay dos cosas ciertas: que la quise mucho y que a mis diecisiete años sus entrevistas en Marcha fueron una ventana abierta a algo que me gustó para siempre: escuchar y escribir. Se murió el 27 de agosto. Dos días antes, Darío -“mi ex marido”- como lo llamaba cada día, le llevó flores por sus 67 años de casados (auque estaban divorciados hace 50) le dijo que era “la mujer de su vida y la más maravillosa” María Esther se rió. Y no dudó. Hizo bien.
Ha llegado al cielo casada y rejuvenecida: en sus necrológicas y hasta en Wilkipedia consiguió convencernos de que era una jovenzuela de 83 años, del 28, por un rulito que hizo una vez, con tinta, sobre el 1922 de su DNI.
Esta casa era su casa cuando venía a Buenos Aires, algunos días por mes durante muchos años, llegaba como la muchacha de la valija, con su valijín rodante atropellando las sillas, enredándose con la bufanda y enarbolando el ventolín. “Ana, Ana ¿tomamos té? ¿Dónde está Naná? Voy a hacerles una cosa riquísima, que comí en lo de Sofía...!”